miércoles, 12 de noviembre de 2008

El Gran Elefante

A medida que avanzaba, me internaba cada vez más en las profundidades de la exuberante selva.
Hoy más que nunca me notaba hormiga, no tanto por mi reducido tamaño sino por mi naturaleza de comunidad.
Un ser insignificante y nada más.
Con mis patas cada piedra era una montaña, cada charco un pantano infranqueable.
Aún así llevaba una velocidad admirable y la corriente de viento me sonreía. Un sentimiento de inagotable gratitud me embargó, una voz lo susurraba, estoy seguro: No te des por vencida menuda amiga, no lo hagas.
Era difícil de asimilar, pero ya había llegado. Lo sabía por los cuentos que me habían relatado tantas noches cuando aún era una larva.
En este páramo se respiraba un olor a antiguo, a cerrado, a Iglesia. Tal como decían las leyendas y cantos populares, además de la ausencia total de vegetación, por todos lados "reposaban" huesos varios.
Algunos más grandes que otros, puntiagudos o redondeados, pero todos desgastados, de un blanco grisáceo y la mayoría de ellos, los más antiguos, sepultados casi por completo por la despiadada arena que aquí hace y deshace a placer.
Estaba cerca ya, las últimas figuras óseas eran ya de criaturas grandes.
Entonces entré en la ciudadela de la Tierra Ósea, cuántos desgraciados se habían inmolado contra esas mismas paredes contribuyendo a su gigante volúmen era algo irresoluble. ¿Miles?¿Millones quizás?, no se si existen palabras para describir un número tan grande, y lo digo yo que soy hormiga.
No me pusieron trabas para entrar porque no suponía ningún peligro, allí si no levantas un centímetro del suelo no eres nada.
Llegué al corazón de esa Tierra de Lamentos y allí estaba, tal como me lo había figurado desde mi existencia. Una piel arrugada y anciana cubría el cuerpo escuálido a trozos y de una repugnante obesidad en otros, los colmillos estaban manchados de cientos de sangres distintas. Aquel era el conocido marfil despiadado.
El viejo paquidermo al que observaba desde un escondrijo, mascaba unas hierbajas que le habían traido sus siervos, y parecía sufrir con su existencia, pero no oponerse a esta condición.
Después de un buen rato de atenta contemplación di un paso al frente y me acerqué hasta esa especie de altar.
El Gran Elefante pareció no reparar en mi presencia, me ignoro por completo.
Yo permanecía allá, estúpida, había hecho un camino larguísimo pasando por mil y una calamidades, todo para reclamar lo que la ley me negaba, la ley de ese Gran Elefante y no me movería hasta haber sacado algo de todo lo ocurrido.
Al fin el Elefante dirigió su pesado rostro en mi dirección, moviendolo con gran lentitud a la vez que emitía un profundo lamento echando bocanadas de aire rancio por la trompa.
Me observó con sus diminutos ojos entrecerrados y desafiante preguntó:
- ¿Sí?
Era todo una especie de sueño, de ilusión. Me temblaban las patas, pero al fin sosteniendo la mirada retadora empecé una seria de explicaciones con la mayor elocuencia y claridad que me fueron posibles.
De pronto lo entendí, lo vi y me oprimió el corazón. Las palabras que intercambiamos no parecen haber existido para mí, sólo se que la voz volvió a susurrarme, aquella voz que emergía de la espesura de la selva.
Ocurrió en medio de mi explicación, cuánto más le abría yo a ese gran mamífero mi alma, cuánto más le dejaba rastrear en mí revelándome clara como el amanecer, más me aterraba su reacción.
En la cabezota del Elefante se iba dibujando una sonrisa malévola que le rejuvenecía de forma demoníaca: esa era su fuente de juventud pactada con algún demonio, dentro de su aplastante vejez parecía renacer.
Sólo esa villanía, esa bajeza moral le socorría de su estado de muerte en vida.
Ya mucho antes de llegar, sabía que la rabia y la ira se apoderarían de mi pobre ser, ya desde tiempo antes podía sentir mi corazón bombeando la sangre bulliendo con frenesí ante la magnitud de la injusticia.
Pero para mi asombro, en esos momentos no sentía nada de todo eso, no, nada de eso. Mi única compañera vino de improvisto cabalgando sombras, una silenciosa pena que todo lo oscurecía, una verdad como un puño: El Gran Elefante nunca había sido nada más que una hormiga, nada más que la más mísera y triste de las hormigas.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Amor propio

En un rincón estoy acurrucado. Las pocas personas que pasan a esas horas me dirigen una mirada inquisidora, en un solo instante su carácter animal me descarta como peligro y siguen con sus andares.
Llueve y en la puerta de esta Universidad combato al frío. ¡El Frío!¡ Si sólo fuera exterior!¡Si fuese tan sólo una sensación superficial, de la piel como materia!.
No,no. El corazón del Frío está en otro plano, un lugar que no es material, no se si llamarle alma, conciencia, no sabría qué decir.
Sin embargo lo que sí sé es que no me deja vivir sereno.
Entonces en el silencio de la noche grito: ¡ Perro Frío, señor de gélidas tierras y con arrogancia desmesurada, soberbio y altivo, yo soy víctima de tus fauces, cierto es, pero después de degustar tu veneno lento y escalofriante, entre temblores me fundo con tu esencia, y en lo más profundo de mi desgracia veo un rayo de sol que no cura, pero sana: el rayo de la conciencia-conocimiento.
Lo he entendido: el abandono de mi ego, desde luego no saber estar conmigo mismo es una enfermedad, y me doy lástima por ello, uno para tomar aliento, para no dejarse engullir por el torbellino frío se ha de amar sobre todas las cosas, esa es una Verdad Principal de nuestra existencia.