viernes, 26 de diciembre de 2008

El ruido de la lluvia

El banquete de San Esteban había sido suculento. Ahora estaban todos saciados y guardaban silencio en el coche que surcaba solitario el aire de la noche oscura. Salvo un fútil intento de discusión sobre asuntos menores, ni una mísera palabra. El estómago y las vísceras colaboradoras se encargaban de reclamar toda la sangre posible. Era el mundo en esos momentos silencio y velocidad, miraba a través de la ventana como adquirían velocidad las barras de seguridad de la carretera, una visión monótona y somnífera. Desde luego debía de ser lo más parecido a estar dentro de una incubadora, así debía ver el mundo fuera y dentro un prematuro. La lluvia empezó a encabritarse y por todos lados chapoteaba alegre el agua, los escasos coches que circulaban movían verdaderos oleajes con sus ruedas y carrocerías.
Ya era nuestra salida, nos aplastamos un poco los unos contra los otros en los asientos traseros, esa curva siempre tan cerrada. Nos incorporamos a la carretera paralela a la riera acompañados sólo por el sonido de las agujas que se clavaban con maldad en la piel metálica del Ford. Un ruido de extrema intensidad. ¡debía de estar cayendo una buena!.
Dentro del coche ,con el empacho, parecíamos cinco marmotas, fuera nos esperaba un clima tan hostil que la idea de tener que bajar y recorrer dos metros hasta la puerta de casa era una molestia pesada como cien estatuas.
Al llegar al cruce de la riera el caudal de agua nos obligó a recular y dar una vuelta bastante fastidiosa.
Al fin llegamos, estaba medio dormido, pero las innumerables maniobras indicaban que ya estabamos aparcando en el garage. El pitido del coche cuando se acercaba a una de las sólidas paredes de cemento, un sonido molesto, de animal pidiendo clemencia atacaba a los nervios de cualquiera. Parecíamos estar en un submarino ruso, o americano, qué se yo. Después de las cien maniobras con cautela, un calvario para los oídos, se abrió la gran puerta del garage comunitario con el mando a distancia y penetramos en ese pasillo largo y oscuro. Las ruedas derrapaban mientras el eco del ruido de la marcha atrás acaparaba el ambiente.
Bajamos del coche, todos menos mi padre. Sacamos los paraguas de atrás y abrimos la puerta del garage de casa. De pronto: ¡Qué putada!Esta puesta la llave por dentro.
Me ofrecí voluntario, inconsciente de mí. Me apetecía estirar las piernas y sobretodo enfrontarme a ese vendaval que rugía fuera de la construcción subterránea. Me armé con un paraguas, el más largo y puntiagudo y marché pasillo abajo. A lo lejos oí a mi padre apagar el motor, ya sólo quedaba el ruido de mis zapatos resbalando y fuera el enemigo mostrando todo su arsenal, una lluvía constante y eterna.
Tal como salí del subterráneo quedé encomendado a mi valiente paraguas que luchaban sin descanso contra un viento encarnizado. Subí la rampa de las maniobras rodeado de un frío que le hacía a uno sudar.
Ya estaba en la acera principal a diez metros de mi casa. ¡Qué silencio tan poderoso! Purificador y a la vez tan endemoniado, obra de alguien despiadado, de un nigromante quizás. A cada paso sentía más fatiga y mi mente se veía invadida por antiguos temores. Ahora de vez en cuando en esos diez metros infinitos giraba nervioso la cabeza mirando a todos lados, las sombras que producían las farolas eran un castigo. ¡Quién me mandaría a mí salir del coche! ¡De aquella incubadora! ¡ De aquel empacho rancio! Eran tonterías me decía, mientras la eterna lluvia sellaba el oído del mundo con su caer insaciable. Estaba aislado, completamente aislado. Pero ni los truenos ni la lluvia de agujas iban a alentar tanto a mis fantasías como para derrotarme. O eso pensaba. De repente tropecé. Era una raíz de un árbol que exuberante había destrozado el suelo artificial al que le habían sometido y parecía que conmigo su venganza había culminado. Con la caída el fiel paraguas voló de mi mano y se perdió calle abajo. La sensación de derrota iba ganando terreno, histérico me incorporé de inmediato y empecé a dar zancadas, desafortunadamente resbalé contra el suelo cerámico. Ahora la lluvia se estaba apoderando de mí, el pelo estaba contaminado del todo, las manos, la ropa... ¡La cara! Pero por la cara corría un líquido aún mucho más frío que el agua, un líquido que de haberlas cerca hubiera atraído a todas las bestias salvajes de este mundo, incluidos los hombres, y no me extrañaría que se estuvieran movilizando por el olor a sangre helada, el más potente y delicioso de los olores. Con las manos temblorosas teñidas de un rojo solar pude hacerme una idea de como debía tener la cara. También la rodilla me dolía horrores, se debía haber destrozado con la caída del árbol o la siguiente, o a lo mejor siempre había estado rota sólo que había decidido ese preciso momento para deshacerse de su máscara de vitalidad y mostrarse como tal. Ya no podía caminar, gateaba con los brazos y piernas totalmente descoordinados, como si no supiera ya ni arrastrarme, empapado, debía de pesar como viente kilogramos más. La lluvia con su ruido ensordecedor que nos aislaba a ella y a mí de todo el mundo, del coche esperando en el garage, me hacía vaticinar ahora ese silencio horrible y a la vez tan natural de una serpiente engullendo a su presa. ¡Qué ruido tan mutante el de la lluvia!. Había atraído a su presa con ese caer constante, hipnótico y ,sin cambiar, ahora representaba en el cerebro humano el sonido de la digestión, la misma digestión que veníamos haciendo en el coche... Los últimos coletazos, movimientos desesperados en la boca de la serpiente herido de muerte ya los había hecho con mi intento frustrado de carrera, así que con la ropa y la cabeza empapadas me acomodé como pude al frío del suelo, y dejé que las agujas se ocuparan de cada milímetro cuadrado de mi cuerpo, mientras la sangre, la más fría de las sangres brotaba de mi boca qual lava de un volcán en erupción.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

No había marcha atrás. Con cada paso experimentaba esa rara sensación que pocos vivirán en su propia piel, la parálisis total del tiempo. Un reloj ni siquiera tan normal como los que pintaba Dalí, no hay distorsión aquí, aunque sí una conciencia sobrenatural de que el tiempo ha sido petrificado. Y ahora era un hecho irreparable, algo irreversible. La comparación es inevitable: cuántas veces he roto algo lamentando después que todo sea tan absurdo. Absurdo, ridículo...que provoca una de esas risas histéricas que dan lástima. ¿Qué es un segundo? No son preguntas filosóficas, o sí lo son, al fin y al cabo eso es un nombre, una etiqueta. Ante todo era un sentimiento extraño, luego interesante. ¡Un hecho irreversible! Tremenda la tendencia al desorden de la naturaleza. ¿Y ahora qué? Allí está el objeto inmóvil, hecho pedazos, humillado su cadáver por una muerte tan grotesca. ¿Culpa? ¿Podemos invocar a esa fiera guerrera llamada Moral así sin más? ¿Exigir su aparición aún sabiendo que en este mundo es la que más trabaja, que es la única poseedora del don de la ubicuidad? Eso quizás no sería moral. Tantos monos la requieren a todas horas...y quién sabe si existe, como todo lo omipresente. ¿Cómo se guisa todo esto?
Da igual, no hay que dar a esta bomba explosiva que es mi cabeza tanto juego y concentrarme en la otra que llevo atada al pecho, tan unida que parece que bomba y hombre hayamos sido siempre uno.
El tic-tac de la bomba no tiene nada que ver con esa piltrafa parapléjica y fría que es el tiempo, como divagaba hace nada. Esto es otro rollo, es lo único que me ata a este sitio húmedo, frío, cálido, seco, raro, sobretodo raro, estrambótico. Sólo por esa condición merece la pena parasitar por este mundo de sentidos dispares y majaretas: el derecho a la "Absurdidad", el más precioso de los derechos y a su vez el más venenoso y sútil.
Ya he recorrido casi todo el callejón estrecho, estoy muy cerca del objetivo. Notas, de un instrumento de cuerda, aproximan la situación al clímax, me acompañan como el remero que te cruza a la orilla, que dedica su vida a esta única actividad. Ya a penas quedan escasos metros y suena una música de orquesta, una sinfonía nostálgica, de esas que te permiten visitar los recuerdos transfigurados en tus extensas galerías interiores, petrificados en una miel milenaria.
Pegajosas notas que se arrastran con egoísmo feroz, invadiendo todo el vacío.
Al fin llegó al escaparate y explota, exploto, explotamos.
Allí está ella, con su inocencia y su poder sobre todo lo que la rodea, sin saberlo ella para el tiempo a miles de millas de distancia, ella ordena al mísmismo tiempo, y calma la sádica y dulce "absurdidad" con su respiración serena. Juega moviendo los dedos contra la mesa y con la otra mano se aguanta la cara. Detrás del escaparate observo absorto el castaño de la calle, las hojas ocres, marrones... todas suspendidas en el aire. ¿Es que a nadie le asombra?

jueves, 11 de diciembre de 2008

Qué indiferencia tan gélida: ¿Por qué la acepto?, no es mi lengua de las que escupen fuego, pero admito que me gustaría que así fuera.

¿Cúando?

"¿Tú no te metes nada?" esa es la pregunta que me hacen. Vaya necio, pero la pregunta ,de verdad, me ha hecho explotar. La dinamita ya estaba preparada hacía tiempo, y ni siquiera me lo podía llegar a imaginar yo.
Inspiro con toda la energía que me es posible y bramó, grito con delirio: Yo me sirvo de la mejor de las drogas, mi mente. No exactamente, ella se sirve de mí, quién sabe. Me domina sin disputa alguna, es la soberana. Grito cien veces y aún más, en tu oído diablillo malicioso, te podría dejar sordo, pero nunca mudo y a ratos susurro encerrándome. Esa es mi forma, la más variable de las formas. Crezco a momentos con el rostro alzado y al segundo me vuelvo enano, volviendo el rostro a mis adentros, a la más tenue y propia oscuridad. ¡Qué droga tan potente! Y aún te atreves a juzgar mi sosiego, no me gustaría poco a mí que te transplantasen mi cerebro o lo que sea que impulsa esta conversación permanente, esa voz, más que una voz, que no calla. ¿Te digo lo que pasaría? Te explotaría la cabeza, te volarían los sesos, eso pasaría.
Malicioso diablillo...¿Qué te estoy contando?¿No eres tú acaso el que no calla?¿ La pelota de goma que entre mis paredes no deja de rebotar? ¡Ahora te descubro condenado! El veneno habla por sí solo, ¿No acabo de desear ahora mismo algo que ya ocurre, lloró de plenitud o vacío, qué se yo, ¿cuándo me volaron los sesos?¿Cuándo?