lunes, 28 de octubre de 2013

El bar de mi infancia

Unas palmeras enanas en un fondo rojo de gotelé y la ventana blanca de madera medio roída, ésa era la bienvenida al bar de mi infancia.

En el edificio de enfrente, se encuentra la realidad. El piso de mis abuelos.
Desde allí podíamos ver gaviotas, tiburones del aire, persiguiendo a las pobres palomitas.
Desde allí tirábamos los toscos aviones de papel que con esmero nuestras manos habían construido con un fino filete de árbol y los veíamos perderse en la gris urbe como una estrella en el infinito vacío.
Desde allí tiraban mi padre y mis tíos, cuando eran como yo entonces, de forma clandestina los huesos de albaricoques a los balcones que rodeaban al bar de mi infancia, muchos huesos cayeron en ésa terraza.

Nunca supe cómo cruzar hasta esta terraza. No lo sé todavía ni sé si lo sabré jamás.

Es la guarida del arte, el epicentro de los suspiros lánguidos de la vida.
Siempre me imaginé dentro dos seres marchitos apoyados en la barra, bajo una luz macilenta, vestidos de gris, envueltos en polvo sólo alumbrado por alguna luciérnaga. Humo que se pierde, humo que un cigarro exhala por el placer de consumirse.

En el sombrero del hombre que pintó mi tío (tal vez inspirado por Picasso o qué sé yo, yo no sé de nombres sólo de sensaciones) estaba escrito su destino y le decía que luego se haría santurrón, pero aún así queda en alguna parte de su ser, cómo enjaulado en lo más profundo, la esencia socarrona con la frecuencia fundamental de la vida.
La mujer está callada. No habla y sus labios se humedecen con la agonía del pantano que trae Duke Ellington desde un lejano tocadiscos. La botella de vino es el camarero y se mantiene recta, es muy profesional.

Nadie me esperaba y nadie repara en mí. Siempre hubo un taburete libre entre los dos fantasmas, así que me siento, ellos siguen mirando de frente. La mujer sostiene su cabeza con la mano en el moflete, o donde debiera haber un moflete en alguien de más carne que hueso.

Tengo muchas preguntas para los dos, los acordes de Brassens vienen a mi mente, infinitas noches cristalizadas de recuerdos me asaltan de pronto, los versos se pasean como mariposas en mi mente, las montañas con sus visiones infinitas de claridad se vuelven mentiras, me empiezo a mezclar con el polvo y soy ella y soy él. Soy el camarero que impasible contiene la amargura y la pasión por el confín del mundo, el bar de mi infancia. Al otro lado, como si nunca hubiera existido, como si fuera un fantasma de toneladas de hormigón veo el antiguo piso de mis abuelos y se me hace demasiado onírico.
Parece que la luciérnaga que alumbra la lámpara de mi cabeza ha acabado su turno, se pierde por el ventanal de la noche estrellada, mientras otra cualquiera toma su lugar.

Me apetece salir a la terraza, el polvo me da vitalidad y siento mi ser estirarse como un gato perezoso, recojo del suelo un hueso de albaricoque con inscripciones inmemoriales y con el corazón palpitando de juventud lanzo el corazón de la fruta contra el edificio soñoliento.