Las gotas de agua caen como agujas. Es la hora de la ducha y con el denso vapor invadiendo toda la estancia, empiezo a cavilar. Por si no lo he dicho, la hora de la ducha es mi momento de reflexión, de máxima inspiración filosófica.
Tener la cabeza mojada, el olor de frutas, vainilla, avena... el ruido que todo lo absorbe... Podría aprender el mismísimo Caronte del oscuro arte de la ducha para transportar sombras y espectros.
Definitivamente la ducha es la mejor guía espiritual, nubla todos los sentidos y me aleja del mundo: me encuentro.
Pienso en el cuerpo, en la vanidad por encima de todo. Un cuerpo esculpido, de atleta, aún mejor, de guerrero. Capaz de saborear el dulce jugo de la victoria en cualquier prueba física que le ordenen o de morir en el intento, capaz de cumplir las órdenes de una inoxidable voluntad. No hablo de un caparazón, de una insignificancia material. Hablo del latido de la vida en estado puro, de venas transportando sangre torrencial como ríos encabritados.
No me refiero a esas atrofias mentales de los culturistas, hablo de griegos y romanos. De viejas civilizaciones, refugio de artistas y chiflados.
De pronto me vienen a la cabeza algunas imágenes del día. Se aparecen las obligaciones, los remordimientos como enormes Titanes, dibujados en el vapor demoníaco.
Fechas, términos... Son las obligaciones inmediatas, del día a día. ¡Eficientes catapultas al envenenamiento de la mente! Sin remedio me trasladan mis perversas ideas del presente, algo más allá.
Contradiciendo enseñanzas budistas, ya he abandonado el presente.
Ahora las sombras son aún más agitadas, pero más densas. Van y vienen a su antojo por todas partes: los años; de aquí a dos, tres años... ¿Por qué le ha tocado vivir una vida tan mísera? ¿Tan vacía? ¿Tan pobre? Llena de tantas desilusiones, frustaciones, depresiones.
¡Qué latigazos! No se si lo podré soportar, el destino me ha tendido una buena.
He conocido la profunda miseria, me he revolcado en el lodo. No he necesitado viajar al Tercer Mundo.
Me he fundido con pobres en el mundo industrializado y ésos son las verdaderas almas atormentadas, por más que digan las estadísticas.
Una pobreza que roe las entrañas, yo soy descendiente de Prometeo. No tengo duda alguna, es más, me lo creo.
Miradas perdidas, sollozos, ideales controlados y peores que sanguijuelas, caminatas agotadoras...
El único consuelo es que estos desgraciados no profundizan en el conocimiento y así sus quejas y sus lágrimas acaban con una mirada desdeñosa al cielo.
Yo en cambio, me revuelco en la podedumbre a la que me han arrastrado. Indago sin parar, estoy sediento de conocimiento.
Cada vez más atormentado y dependiente de la sustancia que me eleva por los aires y a ratos ayuda a ensanchar las heridas...de verdad que es una carnicería vesánica. ¡Me doy lástima!
Un consuelo: me siento tan dichoso en el jardín de la Belleza. ¡Amo la vida y todo lo que hay en ella! Adoro demasiadas cosas. ¡ Qué poderosas ninfas, Kalendra! ¡Luz! ¡Músculo, cerebro!
Una desgracia: ¡cuánto polvo!¡ Vaya inmundicias y amasijos de carne! ¡Sombra! ¡ Soga, revólver!
La mezcla de los dos: melancolía. ¡Oda a Victor Hugo!
Vuelvo al presente, fiel a los Vedantas, pero no consigo la calma.
Pienso en ella y en Ella, en mi deber, en mis deseos, en mi vileza, en mi genialidad, en la llamada de la naturaleza, en todos los culpables, en todos los necios, despreciables, en todos los parias, los desvalidos, los grotescos y la cabeza me da tantas vueltas que me arrodillo en la minúscula ducha. Tan artificial, tan fría.
Con las rodillas notando el duro suelo y con la cabeza hacia abajo noto el agua encima de mi alma, como me domina, me doblega y estoy a su merced. Siento náuseas y quiero devolver, pero no se el qué, pues hoy no he comido nada, no he podido comer nada. Hace rato que suena la música, pero con el oído derecho poco oígo ya.
De pronto, no me asusto, pero el agua que cae es cárdena, y de mi boca brota otro gran chorro que se funde con el del aparato mefistofélico que a diario me purifica.