sábado, 19 de septiembre de 2009

Una aventura

Al fin se habían enterado de todo...¡Qué desgracia!. Nunca olvidaría aquel día que señaló la Providencia para echar a perder su vida.
Ya empezaba a anochecer cuando volvía con los cántaros llenos del pozo situado a unos dos quilómetros del poblado. En esas caminatas le solía acompañar Taifa la joven mujer del posadero, pero aquella tarde iba sola porque Taifa había sufrido un accidente doméstico y como consecuencia tenía las dos piernas rotas.
Como decíamos, el sol ya se despedía y daba entrada a la gélida noche del desierto cuando emprendió la marcha de regreso cargada de las provisiones.
Un silencio sepulcral era su único compañero, a medida que avanzaba se iban levantando avisos ínfimos de tormenta de arena y tenía que cerrar los ojos al tiempo que aceleraba el paso.
Como en todo proceso mecánico y recurrente, la mente echó a volar y se sucedían infinitas imágenes por su cabeza: su madre, su padre, su marido, Taifa, la graciosa cabra que le solía lamer las manos, su padre, su marido, la comida, las piernas de Taifa...
No temía caminar sola a pesar que echaba en falta aquellos tiempos en los que ella y Rahmed, así se llamaba su marido, paseaban embriagados de la melosa inocencia. Una imagen más reciente de un Rahmed con semblante severo y un rostro en el que empezaban a asomar las primeras arrugas le hizo cerrar los párpados y susurrar algunas palabras.
De pronto un relincho la devolvió al mundo sensible. Delante de esa pobre mujer cargada como una mula y envuelta por tanta ropa, se erigía un imponente jinete como una estatua.
El desconocido montado en ese poderoso semental azabache, vestía igual de oscuro que su córcel y sólo dejaba al descubierto su cara. Aquella imagen daba la idea del centro neurálgico de la oscuridad y las tinieblas. La primera reacción de la mujer fue darse la vuelta para estimar la distancia hasta el poblado y se le heló la sangre cuando vio las murallas tan lejos. Si no hubiera estado fantaseando como una imbécil y hubiera seguido el consejo que siempre le habían dado desde pequeña, ahora ya estaría en casa, y una vez más le vino a la cabeza la imagen de Rahmed.
Estaba atemorizada, ni siquiera había tenido tiempo de darse la vuelta cuando una brisa de olor a mar inundó su olfato dejándola sumida en nuevos sueños diurnos, de manera que no fue consciente de aquel brazo que la agarró por la cintura con una fuerza sobrehumana.
Lo único que aún recuerda de todo eso, es el olor a mar y la bravura de aquel animal cabalgando a una velocidad diabólica.
Luego llegaron a una especie de cueva, al parecer la morada de aquel enigmático personaje, y entonces tumbada en el suelo se le aparecieron aquellas dos piedras esmeraldas y aquellos finos labios aproximándose a su cara y se fundió con el señor de las tinieblas.
Se despertó acomodada en las murallas del poblado y tenía una rosa del desierto entre las manos, se la acercó a la nariz y de nuevo sintió que el mar se abría ante sus narices.
Era de esperar que Rahmed no creyera una sola palabra. No había pasado la noche en casa y eso era suficiente.
Desde luego nunca olvidaría aquel día. El día en que su vida se hizo polvo, añicos como un cristal con un gran estrépito.
Todo esto le venía a la mente en ese momento. Su cabeza era lo único que estaba al aire libre, porque el cuerpo estaba enterrado. Tenía los ojos cerrados, pero podía verlos a todos: su padre, Rahmed y todos los demás hombres del poblado. Oía sus voces retumbar y ya nada le importaba porque sabía que no habría perdón posible. Había faltado.
¡Que muerte más lenta y dolorosa le esperaba! La lluvia de piedras dio comienzo y ella empezó a gritar: ¡Rahmed! ¡Padre! ¡Rahmed!. Eran verdaderos aullidos, pero en el fondo lo que más anhelaba gritar era el nombre de aquel jinete, pero para su desgracia lo desconocía.
Tenía el rostro empapado de lágrimas y lo que más le sorprendía no era el poco peso de las piedras, si no la baja temperatura. Eran piedras heladas. ¡ Que maquiavélica artimaña debían de haber llevado a cabo aquellos demonios, sus demonios, para enfriar de tal manera los proyectiles!.
Rogó con una voz inhumana, pidió clemencia: ¡Rahmed! ¡Papá!¡Rahmed!. Cuando ya se iba a dejar arrastrar a las tinieblas una luz lo inundó todo y aparecieron aquellas esmeraldas. El hombre la sacó del agujero y sintió que varios hombres la cargaban con suavidad al tiempo que sus demonios se perdían irrumpiendo en mil maldiciones, perdió la conciencia.

El doctor de ojos esmeralda y el marido de la mujer, hombre de unos sesenta años con las primeras arrugas asomando en su rostro, la miraban através de la pequeña ventana.
Allí estaba tumbada, en aquella sala acolchonada, todo blanco. La mujer de larga cabellera rubia, con acechantes canas, dormía y tenía rastro de barro en los brazos. El doctor rompió el silencio:
- La encontramos en un parque cercano. Había robado una pala del jardinero del parque y se enterró a un metro bajo tierra.¡Como lo oye! Bajo la tremenda tormenta que vivimos ayer, allí estaba ella enterrada y soportando el granizo golpeando su cráneo, pobre. Cuando llegué no hacia más que gritar incoherencias...
- Se lo agradezco mucho doctor. Le llamé porque solo me hubiera sido imposible dar con ella. Me pidió ir a comprar agua al supermercado porque se había acabado. Aunque sabía que no era cierto, pues la despensa estaba llena, la dejé marchar porque hacía tiempo que la medicación la tenía calmada. ¡Qué insensato!¡Que imbécil! Jamás me hubiera imaginado...En fin...¡que lástima! ¡Pobre! y pensar que otrora fue catedrática de filología árabe... ¡Dichosa esquizofrenia!

domingo, 13 de septiembre de 2009

Escribir

Escribir para vivir ¿Cómo? ¿Para sentir que existo? No me atrevería a afrimarlo. ¿Por instinto? Me agrada más esta idea. ¿Que es lo mismo? No lo niego, tampoco lo afirmo.
Aunque a veces me aterra pensar que escribo para obtener algo, sólo movido por un íntimo e inconfesable anhelo: que llegue el día en que se publique un pequeño libro con un título atractivo salido de mi chistera y se vea una bella imagen, y cómo no una fotografía del ilustre cráneo en la contraportada. Aún más allá, después de mi muerte: jóvenes admirando aquella calavera, ni eso, aquel polvo que dio esas circunstancias. Me aterra porque siento que no soy merecedor de nada, no escribo si quiera, y pienso que soy un necio.O quizás me fastidia esta idea porque transforma mi acto creativo en un medio prostituto de la finalidad asesinando la esencia misma del acto creativo, perdiendo todo el sentido. Espero las opiniones de los demás como el jardinero espera los frutos de un árbol desde que plantó aquellas semillas con cariño, pero sin paciencia ¿será la juventud? ¿Es acaso mi deseo inconfesable ser el anciano más joven del mundo, de la historia?
Soy feliz cuando siento que tengo que escribir, cuando algo superior a mí, tal vez yo mismo, me exige a la vez que me suplica que estruje la mente. Es como cuando la sed llama, no puedes decir que no, te entregas. Hay veces que me fundo con las ideas mientras escribo y olvido todo lo demás, raras veces, pero ¡qué doradas!
Otra cosa: me proporciona una paz intelectual ir por la calle y maravillarme de mil cosas: colores, sonidos... y dejar mi mente volar. A veces se me ponen los pelos de punta. "Soy un tipo con suerte" pienso, sólo por lo que me pasa por la cabeza. Pasa que escribo en la cabeza con lo que veo, no siempre, pero amenudo. Oígo a mi propia voz dictando palabras coherentes, durante algunos instantes y poseído por mi propio yo llego a un clímax. Soy pura dualidad artista y espectador.
Pasados esos momentos, como cuando uno vuelve en sí después de que se le acelere el corazón por una situación especial, lo veo todo por estrenar, creo que soy un niño en esos momentos, un niño más puro que el mismísimo Mesías y estoy desnudo.
¿Puedo materializar esos momentos de éxtasis? ¿No es una atrocidad tan sólo comparable a la de esa mujer que adoraba a su perro y cuando murió lo disecó? O por lo contrario, ¿no será por casualidad una lástima que no posea un frasco en el que pueda guardar estas sensaciones y revivirlas o mostrárselas a los demás? Creo que no. Es por su carácter singular y fantasmagórico, por su condición etérea, una vivencia más: irrepetible.
No hay dos personas idénticas en el mundo. ¡Qué maravilla de posibilidades! ¡Tantas contradicciones! ¡No existen las repeticiones! ¡No existen! Es una palabra envenenada y nunca me había dado cuenta. Nada se repite. Habla de patrones, esquemas; haz símiles, comparaciones, pero nunca creas en las repeticiones. En este tema desde hace apenas cinco segundos, es decir cuatro líneas me considero de un ateo exacerbado.
De verdad digo que yo mismo me escribo novelas o cuentos o poesía, música no. ¡Qué lástima! ¿Cómo debe ser lo de escuchar música nunca antes oída? Desde luego que daría un pie por ese don. ¿La aprecia del mismo modo el que la trajo al mundo que los oyentes?¿Cómo debe ser eso de oírla por primera vez, de que se te aparezca? No existe la repetición, es una idea más absurda que el infinito.
Pero aún así ,de momento, no dejaré de escribir; por instinto, me siento bien y veo que es mi destino, en toda esta especie de ensayo he despreciado un poco la vida social, para que callármelo: ¡sí, es un placer escribir y confesarlo!

Satie

Toco una gnossienne de Satie y me exhorta "ouvrez la tête".
Mientras tanto mi hermano ronca, mi madre recoge los platos, mi padre escucha cada nota. En ese mismo instante un niño llora, su hermano enseña con diabólica sonrisa la cabeza del muñeco favorito del enano, un muñeco como el que ahora mismo le está montando los brazos aquel otro niño más oscuro de piel que mira por la minúscula ventana de la fábrica y suspira, las moléculas de aire que agita ese suspiro acaban desplazando a muchas otras en el preciso instante en que se celebra un cumpleaños en una austera casa de los suburbios de barcelona, el pastel no tiene velas, pero nada saben en el pueblo donde celebran la tomatina donde no dejan de inmolar tomates de todos los tamaños, incluso tan grandes como los que recoge aquel joven en los campos de Vilassar ,sin descanso, vigilado de cerca por la abrasadora luz del astro rey, la misma que intenta provocar cánceres de piel por todas las playas de la costa brava y los guiris obran en consecuencia, se untan ingentes cantidades de crema, como la que ahora mismo aplica aquella mujer en un laboratorio con bata blanca al conejo blanco, tan blanco que se confunde el pelaje con la propia crema, tan blanco como el Sacré Cour. Me acuerdo de París. ¡Caramba! ¡Estoy tocando Satie!