jueves, 10 de febrero de 2011

- Señor Flaqueeeer - Oída la plegaria de la enfermera, aquel ser bajito y tímido, recogió sus pertenencias y se perdió sin mediar palabra tras la estela de la anunciante.
Quedabamos cinco personas en aquella sala de espera. Cinco seres cada uno envuelto en su torbellino de temores y pensamientos. La puerta no cesaba ni un instante en su frenético juego de entradas y salidas.
- Señor Casamoooooor - y se perdía uno más. Esta despedida era relevada por la entrada de una joven madre cargada con dos mochuelos, la pequeña en brazos y el hermanito de la mano, con el saludo de rigor: -Buenos días. A lo que seguía un murmullo general que pretendía dar fisonomía a la respuesta de cortesía.
- Señora Llimooooooos-....-Señor Martiiiiinez- ....-Buenos días-.... -Señor Mirafloooores-...- Buenos días- ... - Buenos días- ...
Como no quiero parecer un obseso ni un enfermo al escribir estas líneas, haga el lector el favor de repetir cada dos oraciones una de las mentadas expresiones, sustituyendo a cada momento el apelativo por el que pueda (esto ya se entenderá más tarde) y venga en gana en el momento.
La sala era suntuosa, gobernada por la luz blanca marfil. La enorme vidriera daba alas a la imaginación del calizo soberano, proyectando la virginal iluminación por toda la estancia. Sólo de esta manera eran visibles los cómodos sofás y divanes dispuestos entre ostentosos muebles siempre en riña con los lienzos ahorcados en las paredes.
La mayoría de los presentes se entregaban a la lectura de una de las dos opciones que proponía la casa: revistas del corazón o enormes libros repletos de fotografías de paisajes y maravillas del mundo.
Yo me decanté por lo eterno e inmutable, descartando con desdén los asuntos banales de la rancia monarquía.
A mi lado una señora cuarentona de aparente alto estrato se balanceaba con agitación haciendo crujir la madera de las patas del sofá que nos unía. En otra situación la habría consolado con una conversación cargada de sentimientos humanos, pero no podía ir contra el protocolo y tras meditar durante algunos segundos sobre el posible origen de su desgracia (más por curiosidad que por compasión), me enfrasqué en algunos recuerdos.
Aquella escalera de caracol tan estrecha, más gris que la pólvora con sus juegos de luces en cuyo corazón latía un viejo y destartalado elevador...Aquellos escalones de mármol desgastados...y ahora esta luz cegadora, de virginal pulcritud...¡Esa clínica era para volverse loco!.
Abrumado por mis pensamientos, el ajetreo de los pacientes me devolvió al presente y como buen observador, empecé a escudriñar a los presentes. Al rato, cansado de ojear, añadía una "h" para hojear el librazo de las maravillas. Esto sólo lo podía hacer cuando no había nadie más en mi sillón debido a la enorme magnitud del mismo.
Y así pasaba el rato alternando entre estos dos entretenimientos.
Pasaron algunas horas y mi nombre no era pronunciado, al menos en esa sala. Como ya he repetido cien veces, la gente entraba, salía, venían niños, viejas, amas de casa, ejecutivos...toda clase de personas que en algún momento del día me acompañaron y abandonaron al rato.
Empezaba a fastidiarme que la enfermera llamara antes a pacientes recién llegados que a mí, que a decir verdad comenzaba a sentir mis huesos engullidos por el terciopelo del diván individual con el que me había hecho, tras la marcha de un joven zarapastroso.
- Señor Montnariiiiiu.... - Señora Garciiiia....
La sangre empezaba a hervir por todas mis venas, pero decidí no montar un escándalo, al fin y al cabo ¿Era acaso yo de los que montaban escándalos por nada? No, preferí maldecir en sotto voce y ensimismarme en las grandiosas fotografías del patrimonio de la humanidad.
El reloj llevaba sonando religiosamente cada hora, pero no lo oí con todas las de la ley hasta su undécima campanada.
¿Cómo podía ser? La sala estaba vacía. No quedaba ni un alma de Dios. Ni de Dios ni del Diablo, porque estaba completamente solo en aquella sala mortuoria donde antaño reía el poder espectral que lo contiene a todos los colores.
Ahora el oscuro azabache había acabado con cualquier rival vermicular.
Me palpitaba el corazón y no sabía decir si era el odio o el temor el que se hacía oír en mis entrañas con aquel tambor demoníaco.
Atormentado por mi anterior pasividad y falta de carácter tomé una decisión de héroe levantándome y empuñando el pomo de la puerta, pero nada...mis peores temores se vieron confirmados.
Pasé algunas horas dando vueltas por mi cárcel, todo esto era culpa mía, por ser tan permisivo con los desconocidos, con mis esclavos, pues al fin y al cabo aquella harpía de la enfermera trabajaba para mí ¿Cómo si no iba a comer cada día si no fuera por todos los allí presentes? Acabé por convencerme ,de hecho, a pesar de que yo trataba a todo sirviente como un amo, de que me debían la vida, era mi derecho ,mandar según me convenía, el oro, el oro... esa es la jerarquía. El oro en un sentido, de mis manos a las suyas, y la atención educada en el sentido inverso, ése es el orden de las cosas. Y por más que pensaba, no conseguía entender como podía haber sido tan necio de dejarme embaucar por los sentimientos de baja estirpe, me producían verdaderos oleajes de ácidos estomacales en las entrañas recordando mi entrada en una pastelería vacía con la intención de tomarme un café en solitario y decirle a la camarera: "Perdone, ¿Dónde va bien que me siente?". Era ante esa clase de debilidad que los sirvientes se crecían y entonces inflados como un globo contestaban "En una mesa de dos". Pero...¿Acaso no estaba vacía la puñetera panadería? Entonces como siempre me mordía la lengua y sonreía...
Aquella noche azotado por aquel abandono tan despiadado e inhumano, algo cambió en mi alma y fue entonces que barajé destrozar aquel enorme ventanal. Digo "barajé" porque la cosa no cuajó, en el fondo, a medida que pasaban las horas mi ira fue disminuyendo hasta desaparecer por completo y me enzarcé en cavilaciones para averiguar el motivo de esta dejadez por parte de los médicos, ya que en el fondo del asunto podía entrever que la enfermera era una simple mandada.
Amaneció y aquel haz invernal me acarició los párpados vencidos. Nadie apareció por la clínica en todo el día.
Aquella noche decidí que lo más lógico era esperar a que me dieran una explicación por aquella desatención inmerecida, que estaría al caer, pero a los tres días no había aparecido ni un alma por aquel lugar.
Al séptimo día alguien picó a la puerta. Todo yo era un brutal latido que ansiaba respuesta, pero resultó ser el chico que repartía las revistas del corazón.Como no pudo abrir, deslizó las revistas por debajo de la puerta y se despidió.
Me dispuse a abrir la boca, pero el portazo de la entrada me silenció.
Desde entonces no he dejado de preguntarme por qué me sucedió todo aquello, por qué se olvidaron de llamarme...Y ahora después de haber pasado por todos los estadios de la mente humana, después de haber albergado en mi corazón todos los sentimientos que reposan en la paleta del creador, después de haber saboreado hasta la última pulgada de las maravillas de aquel gigantesco libro, un instante antes de que llegue por última vez el repartidor y me ahoge en este mar de revistas rosas, he dado con el misterio, con la gran respuesta dorada: mi apellido...mi apellido... ¡Fue mi apellido!...¡Eureka!...Es verdad, ahora que lo pienso desde la distancia ¡Que difícil es pronunciar Gromotkinievkisov para un español!