El paseo era totalmente irregular. Se podían oír las olas rugir al descargar su ira contra las rocas y un suave viento acompañaba a los largos cabellos de Melisa haciéndolos danzar juguetones. No hacía frío ni calor y el olor a mar anulaba todos los sentidos.
Avanzábamos cogidos de la mano en la absoluta oscuridad. Solo la siniestra dama ,lujuriosa y perversa, nos arrojaba algo de luz mientras besaba a la mar abriendo una sima para vigilarnos desde la lejanía y sus punzantes sirvientas suspendidas en la gran bóveda le enviaban informes desde los ángulos que su señora no podía controlar debido a la incomodidad de su posición.
Subimos las escaleras de caracol y llegamos a la puerta del apartamento. La llave encajaba y daba vueltas a la perfección, entramos.
Melisa colgó la bufanda y el chal que tanto le habían servido para combatir al frío durante nuestro paseo y liberó así a todos sus encantos. El cuerpo de Melisa era escultural y como un camaleón se amoldaba para aparecer siempre en perfecta armonía con el entorno y de su piel ligeramente tostada emanaban diferentes fragancias que delataban en cada momento su estado de ánimo, en una palabra: era sensualidad.
Bien, pues sensualidad se lavó las manos y fue directa a la cocina.
Me puse cómodo y encendí la catarata. La catarata era una fuente compuesta por varios jarrones rodeados de teclas de piano, el agua siempre caía de una forma distinta e incontrolable, circulaba por los distintos caminos liberando en cada cambio de sentido a un latente sonido que resonaba en las cóncavas paredes de los distintos materiales cerámicos, y así se mezclaban sin descanso y despertando como frutos del azar diversas melodías misteriosas. Era un ingenio en toda regla, incluso la bomba que recargaba de agua el jarrón superior era ,excepcionalmente para su condición, silenciosa y respestuosa.
Agarré a Melisa de la cintura y me invadió una ráfaga provocada por el sentimiento de la indefensión ante la brutalidad animal. La noche resultó de lo más cómoda, Melisa puso la mesa en la encantadora terraza mientras yo cocinaba con toda mi alma. Charlamos largo y tendido a la luz de las velas y ya cuando nos despedimos de la preciosa bóveda nocturna nos entregábamos al placer de la voluptuosidad. Caminabamos por la casa a tientas enredados como dos piezas de un simple puzzle y la catarata acompañaba con el ritmo idóneo. Al fin llegamos a la anaranjada habitación dominada por la inmensa cama. -Mis tíos se han portado- pensé.
Acabé exausto. Melisa ya dormía, le di un beso que acabó por robarle algo más de su alma y me metí en el baño, mientras meaba medio dormido me comencé a rascar el cogote porque algo me picaba de forma tremenda, cogí un espejo de mano y entre éste y el enorme de la pared me prestaron ,quejumbrosos por la hora, su servicio.
Tenía un pequeño corte rojo, habría sido algún mosquito o incluso alguna uña de Melisa que habían creído oportuno dejar un recuerdo en mi piel, no le di más vueltas y me caí de sueño.
El día se presentaba lleno de promesas, Melisa estaba preparando el desayuno, así que decidí afeitarme, sería la una del mediodía. Obsesionado con el vello que me crecía salvaje en la nuca, pasé la cuchilla con rapidez y me llevé un trozo de carne.
Pedí la asistencia de los dos malhumorados espejos que decían no haber podido pegar ojo por mis jueguecitos de la noche anterior. A unos treinta grados de la picada del mosquito borboteaba sangre gritando: ¡Inútil!.
Me vestí y desayunamos.
-Hoy vienen todos, Melisa. Será muy divertido.
Llegaron todos. Fabrizzio y Patricia, Albertus Moriel y algunos otros que apenas conocíamos, pero los habíamos alquilado como compañía.
Zarpamos en el lujoso yate de mis tíos, que por cierto se habían portado alquilándome todos esos bienes en la costa brava por a penas dos chavos.
Comimos mariscos, tomamos el sol, bebimos champaña, hicimos curiosos juegos acuáticos, todo esto no recuerdo en que orden.
Melisa reía juguetona todo el tiempo, mientras susurraba secretos al oído de Patricia, cuando Fabrizzio se pinchó con un erizo o cuando un sirviente de la tripulación se resbaló y fue a parar encima de un hermoso pulpo hembra, que se llevó molesta por la insensibilidad de los ricos, el cadáver agarrado en sus potentes brazos, para darle un digno entierro bajo el mar. Las chicas se divirtieron también al descubrir que me había quedado dormido con una camiseta al cuello y que me había quedado una larga marca, de unos 150 grados en el cogote. Me lo toqué y escocía cosa mala y Melisa al ver mi cara de angustia, me aplicó abundante crema aftersun con sus delicadas manos de porcelana.
Llegmaos a casa a eso de las seis, no fue necesario que nos turnáramos para entrar en la ducha, porque el diminuto apartamento, dentro de su eficaz encanto, tenía un baño desplegable, así que accionamos los mecanismos y no tardamos en observar como el techo y el suelo se alejaban como los extremos de un acordeón, unidos por una escalera de caracol que llevaba a los diferentes pisos, cada uno de un estilo y color marcado y todos ellos provistos de equipados cuartos de baño.
El personal del servicio llevaba ya rato guisando y poco a poco nos fuimos reuniendo todos los comensales en el comedor, ofrecí algunos habanos y cervezas.
Encendí la catarata y ésta entonó la música de fiesta, no esperaba menos.
La pequeña terraza iba a reventar por la ingente cantidad de platos que iban llegando, pero se limitó a emitir un quejido monótono.
Empezó la cena. La conversación era muy amena, habían personajes muy singulares y graciosos que contaban todo tipo de historias, hicimos un brindis por el verano, las mujeres y la fiesta. Melisa estaba en su salsa y se había vestido como una reina, pensé que los comensales deberían pagar por verla, y así lo hicieron algunos, mandé traer una caja enorme con una ranura, para guardar la calderilla. Una sirvienta que apenas levantaba un metro del suelo y que llevaba puestos dos estropajos, la paseó por toda la mesa, los donantes miraban a Melisa con regocijo y levantaban la copa sonriendo en nuestra dirección al tiempo que dejaban caer pesadas monedas como ofrenda, la mujer cuando estaba a punto de dar la vuelta completa murió aplastada por el peso de las "ofrendas", así que tuve que llamar a un par de sirvientes más aptos para limpiar el estropicio.
Habían poetas en la mesa y algunos recitaron rimas muy adecuadas para el ambiente al tiempo que algunos pintores comían de lo que unas sirvientas les ponían en la boca mientras no perdían ni un instante para inmortalizar la escena.
Fue en uno de esos cuadros ( no el que nos representaba a cada uno de nosotros como a un animal distinto, ése pintor estaba loco) donde vi la marca roja por encima de mi corbata, a penas era apreciable, de hecho nadie se había fijado, pero a mí me tenía ya preocupado.
Me disculpé y me deslicé por la terraza hacia la puerta que daba a la habitación anaranjada. Una vez en frente del espejo le quité la corbata a aquel hombre con ojeras y empapado de sudor.
A lo lejos sonó el reloj incorporado de la catarata, eran las diez.
Las piernas me jugaron una mala pasada, empecé a temblar, me sentía de nuevo en el barco con el vaivén de las olas, noté que alguien me agarraba de los brazos, era Melisa.
- ¿Estás bien Jean-Paul?
- Estoy algo mareado, fíjate en mi cuello no te parece raro el corte que tengo, casi da la vuelta completa.
A Melisa le brillaban los ojos sobremanera.
- No te preocupes cariño, éso es del sol y del roce con la corbata.
- Quizás es una estupidez, pero ayer me salió el primer corte minúsculo en la nuca, hoy al afeitarme me he cortado justo al lado, y esta tarde en el barco...
- Ya deja de decir necedades y majaderías, a ti lo que te sucede es que no sabes beber, vaya, vaya...haz el favor de centrarte mi amor, que tenemos invitados, todo está yendo de perlas y a tu cuello no le sucede nada, si estás cansado de la champaña, aquí tienes algo de hierba, te la he traído a hurtadillas, porque se que no está muy bien visto por algunos de los comensales, no hablo de los poetas, claro. Bueno, en fin que yo te espero fuera, tómate tu tiempo, pero vuelve sereno, por lo que más quieras.
-Eres tú.
- ¿Qué?
-Lo que más quiero, digo.
Entonces sonrió de oreja a oreja mostrando todos sus perfectos dientes enclaustrados en esos carnosos labios y me dio un suave beso. Su cintura se perdió por la puerta del balcón y volvió a la cena.
Me lié uno y aunque estaba aterrorizado por lo del cuello,me lo fumé: sí que me relajó.
Volví a la cena y ya estaban por los cafés. Las historias más picantes, siniestras y retorcidas empezaron a salir a la luz y así nos dieron las once.
Hubo un momento a partir del cual ya no oía nada de aquella lejana conversación, a ratos las risas aceleradas que estallaban y se perdían en el silencio de la noche.
-Estás muy callado Jean, ¿te pasa algo?, preguntó Adrián
Miré a Melisa que me dedicó una de esas miradas conteniendo el máximo de información posible, de ésas que solo las saben hacer las mujeres.
-No, es solo que estoy algo mareado, eso es.
-Estás más blanco que la leche.
- No insistas Adrián, si Jean dice que está bien, es que está bien- Melisa dio por zanjado el tema.
La lejana conversación se reanudó, solo algunos de los poetas me lanzaban furtivas miradas y escribían con presteza para no perder ni un colorido detalle mientras fingían seguir los comentarios de la comitiva.
De pronto un anciano, el que siempre aparece en las historias, me dedicó una severa mirada al tiempo que gritaba con voz solemne: -Quítate la corbata muchacho, antes de que te estalle el cuello y lo pringues todo, ¿no querrás ser tú acaso tan maleducado como aquella criada de mierda,no? Al fin y al cabo cuando uno hace un pacto con el diablo, luego que apechugue, que no es de buenos modelos ir por ahí quejándose o manchando a los demás.
Mis oídos no daban crédito a lo que oían, pero como empujado por unas manos invisibles me arranqué la corbata para aliviar mi escozor.
Todos se llevaron las manos a los ojos, porque el cuello me colgaba literalmente de un hilo. Melisa suspiró denotando su hastío por el cariz que estaba tomando la situación, y al fin se levantó dando sonoros pasos con sus tacones de punta, hasta doce sonoros pasos, y se inclinó para darme un último beso, sabía a hierro, sabía a sangre. Los turgentes senos de Melisa agachada, ese fue mi último panorama. La cabeza se despegó y supongo que rodó por los suelos, yo ya no lo se. Eran las doce.
Más tarde, desde el mausoleo, caí en la cuenta que mi tío se llamaba Lucifer y de que cuando firmé el alquiler del piso, los amigos, Melisa... por algo más de veinticuatro horas le vendí mi alma. Aunque soy sólo un saco de huesos decapitado, os aconsejo que vigiléis todo lo que firméis, o no, porque valió la pena.