Es como si lo pudiera ver: él entra en el laboratorio, es como le llaman al escuálido despacho con una veintena de ordenadores, camina lento entre las mesas y poco a poco los demás alzan la vista de sus pantallas, por un instante, piden una tregua a la guerra óptica que arman los despiadados píxels.
Lleva dos chinas en la mano, blancas impolutas. Como dos perlas las lleva en la mano y sus ojos fijos en el suelo, preceden a los pasos entre los dos bancos de mesas. Los que alzan la mirada, al rato la bajan habiendo sopesado el peligro o beneficio que puede aportar el que camina con dos piedras en la mano.
La ruta de la perla sigue inalterada por el número de espectadores, a llega a la última fila donde le corresponde. La mayoría de cabezas vuelven a mirar de frente, ni un cuello contorsionado ni una silla lejos de los polvorientos cero grados de rotación.
Se oye el crujir de la silla. Se ha sentado. La brisa corre por la pequeña brecha que abre la ventana en el laboratorio. En el silencio de los ventiladores de las computadoras se oye una, dos y hasta tres veces el rechinar, un rechinar seco y completo.
Ninguno necesita darse la vuelta, de pronto todas las pantallas se iluminan, no por causa de un píxel endiablado, si no por la llamarada de la última fila, apoteósica forma de luz y calor.
Él se guarda las piedras de río en el bolsillo y quedo desanda el camino.
Los demás parecen haberse cansado del mutismo solo dominado por el silbido de los ventiladores, ahora gritan.