¿Dónde está el café con gusto, color, olor? Casi diría hasta tacto, pegajoso tacto al derramarse. ¿Dónde los castillos del cielo que se construían con la estela que dejaba el aromático y tentador humo?
Ahora el café ya no tiene sabor, color, olor ni tacto. ¡Burdo brebaje inútil! ¡Líquido intangible! Eunuco dispensador de cafeína, nada más. Se cuantifica, se usa como se enciende una bombilla, sin pensar en el prodigio que reside en accionar un interruptor y obtener un pedazo del sol, para vernos las caras desgastadas, los colmillos gualdos por la marmita madre del estéril líquido rico en cafeína.
Cuando las horas no son más que marcas para contar y no un decorado más del escenario multicolor que acompaña a la vida, uno siente su calavera. Calavera que cala de veras. Calavera descalcificada por ese veneno que circula en ríos de culebras que se hunden en las simas donde existieran los ojos que vieron el deleite del mundo.
He vendido mi sangre, lo que más aprecio. Pero en este contrato infernal, se me permite coagular una ingente reserva y en momentos como este, ser para mí, ser yo, el héroe de mis ríos exuberantes de rubíes, la fuente que ríe en borbotones, desnudo y feliz de tener sombra o de mezclarme en la que con su trasero nos obsequia cada noche la dulce luna, mientras en muchas máquinas en los rincones más recónditos o menos y con desfachatez, borbotea ya el líquido negro que no es si no amalgama de comentarios rutinarios y formalidades, eterno colchón del hombre disecado, eterna fuente de tedio e insomnio.