Una noche un
hombre y una mujer hicieron el amor o mejor dicho prepararon su reproducción.
Sería indebido decir que hicieron el amor, pues faltó la chispa de una mirada
lasciva, una caricia tentadora que despiertan un torbellino de sudores y de
luchas de egos inmolándose. Este acto fue más bien un evento más del calendario
de ese año. En aquellos días la mujer, si es que a esos dos seres se les podía
diferenciar por su sexo, era más fértil y como el hombre en sí había hecho un
hueco en su apretada lista de tareas al acabar una rehabilitación de un hombro
luxado en la primera etapa de su juventud, acordaron materializar su contrato
con algo más que un anillo y las cuentas bancarias compartidas. De este enlace
nació Comodo.
Ya de bien
pequeño Comodo apuntaba maneras. Se negó rotundamente a que sus padres se
tomaran la molestia de ir en su nombre (sin siquiera tenerlo aún, hete aquí la
paradoja…) al registro civil, eso sí el nombre lo eligieron los padres, como
debe ser…Faltaría más. Comodo solo se encargó del papeleo.
Tras estas
peripecias dignas de admirar en un “decamesino”, siendo ya un bebé con más
cuerpo se presentó en la guardería para rellenar todo lo necesario en su
ingreso a la clase de los “elefantes”. A
la secretaria de la guardería le pareció una monada que a la edad en la que otros
apenas saben vomitar la papilla que les dan, Comodo escribiera su código postal
con unas letritas de computadora. Más cuando ni ella misma, al ser una
estudiante en prácticas italiana que vivía desde hacía cosa de un año en Barcelona,
no había memorizado su respectivo código aún.
Como seguro
ha advertido el astuto lector, estos breves saltos por la línea vital de
nuestro protagonista no tienen ningún espaciado temporal determinado y por otro lado no hacen
más que narrar insignificantes detalles, así que el autor se permite aquí
situarnos ante un Comodo ya en plena adolescencia en el que se notaba cierta
fuerza oculta latir. ¡Sí! ¡Una gran pasión!, un secreto in crescendo, madurado
desde hacía no días, sino años y años… una verdadera eclosión de un verdadero
capullo que estaba ya por enseñar su bello color.
¡Ay la
pasión! ¡La pasión que estará paladeando el lector con ojos cerrados! ¡Juventud
divino tesoro! En el caso que aquí nos atañe, la pasión no se llamaba Noemí, ni
Julieta, ni Berta, ni Alejandra, precioso nombre este último. ¡Y si ya ni con
Alejandra la cosa no iba…! , a fuerzas algo funesto se escondía detrás de esa
pasión enmarañada para los de fuera y diáfana como el agua de río para Comodo.
Sí señores y
señoras, lo han adivinado: Comodo era papirosexual.
No era en la
insinuación senoidal de sus compañeras de clase que Comodo creía perderse, ni
siquiera las bocas más rojas conseguían transmitirle un ápice de su bermellón a
sus carrillos, ni las miradas y palabras más angelicales, tacones de alta punta, tangas escurridizos...
También se
podría objetar, que la pasión no tiene que ir siempre ligada irremediablemente
al sexo femenino y su talle, o su esencia perfumada. Pero de las otras
pasiones: la risa, la música, la ciencia, la amistad, la literatura, las
drogas, el rugby, la petanca, el tiro al plato, coleccionar lenguas de gato,
escavar túneles en los jardines, caminar dando volteretas por el duro asfalto…
y una larga lista que seguro desprecia y empieza a aburrir a nuestro cliente,
usted señor lector, tampoco había ni rastro en nuestro protagonista.
Lo dicho, a
Comodo solo le iba una cosa en la vida: el papeleo. Así Comodo a sus nueve años
se sentaba en el alféizar de su cuarto, en el que de las paredes colgaban
facturas, contratos y demás excrementos burocráticos de los que sus padres le proveían para sus juegos infantiles, y no
quitaba el ojo de la furgoneta amarilla que repartía tal cantidad de
sentimientos por su simple naturaleza.
Y allí,
sentado, impaciente por recibir los documentos remitidos a sus papás, Comodo
anhelaba con todo su corazón emprender el vuelo del nido y empezar a recibir
todo a su nombre: sobres con la estampa del banco, sobres electorales
invitándolo a contestar una encuesta, sobres con la factura del médico, la
multa por atropellar a una tortuga obligándole a indemnizarla con un caparazón
nuevo…
¡Ay los
dulces momentos que rápido llegan y que rápido se van! Como el aire que
respiramos. Para Comodo esos momentos fueron el estreno de su pisito de
alquiler (primer estreno para él, milésimo para el destartalado cuartucho).
Sentado en el suelo, ya que aún no tenía muebles y recostado en la puerta, aún
podría oler muchos años más adelante todos esos sobres tan cargados de aires formales
dirigiéndose a él como: “Estimado Señor Cumento”, “Apreciado cliente”, “Bienaventurado
Señor Cumento”…
Y así donde
otros mortales, en el juego del mes, siendo ricos o pobres, algunos más que
otros, se ahogan y pierden los nervios ante las misivas penalizadoras y dan brincos de alegrías con
las benefactoras (que están muy a mi pesar en peligro de extinción y encima
carecen del carácter moral de las otras), Comodo era un témpano de hielo que se
derretía con los dos bandos: quería por igual a papá y a mamá.
Ya a la
cuarentena de edad estaba casado y con tres hijos, en su pura esencia desnuda no
tanto por los sentimientos humanos y de evolución que nos hacen girar la ruleta
al resto si no por la capacidad multiplicativa de trámites que veía reflejados
en cada uno de los miembros de su familia: el hijo mayor apuntaba maneras de delincuente
de baja ralea colmando así al sediento padre de todos los formulismos involucrados
con el sistema penal, la mediana despuntaba en los estudios y el sin fin de
becas y posibilidades eran el deleite de su padrecito y el pequeño era normal.
Ovejas negras las ha de haber, es ley de vida.
Así pasaron
los años de Comodo hasta su joven vejez con todos los hijos colocados (por
desgracia las posibilidades se habían ido minando con la madurez de los
polluelos), la herencia, el seguro de vida y todo lo imaginable arreglado.
Ahora el
pobre anciano, apenas recibía una carta a la semana que esperaba cual can al
pan que le dan. Pese a que se esforzaba por provocar pequeños accidentes o cambiaba
las tarifas de su teléfono móvil por enésima vez; en la ciudad, en el país, en el mundo…ya todas
las pequeñas y medianas y gigantes empresas conocían sus mañas. La
globalización con sus cosas buenas y malas… La cosa es que en televisión, en Facebook,
en twitter…por todos lados era conocida la situación.
De manera
que cuando el débil anciano salía con pueril malicia con el coche a pasear, los
vecinos se quedaban en casa, o cuando llamaba al banco le dejaban con la
sinfonía número 40 de Mozart…Alentado por una cruel ingenuidad se paseaba por
tabernáculos de mala muerte buscando invitar a los parroquianos para cargarlo
en una ansiada cuenta, pero nada siempre la misma historia…el dueño del bar
echaba un vistazo a la foto mugrienta del anciano y le invitaba (a su manera) a
desaparecer sin llevarse el ansiado botín consigo.
Y ya
llegamos al final… ¡En efecto hábil lector! De nuevo acertaste. Comodo se paseó
varios días inspeccionando el puente de un lado a otro, intentándose hacer a la
idea de un final sin balances, al menos escritos, de una herencia no respetada,
de una autopsia sin su firma. Y desapasionado como había sido para el resto de
la vida ajena a la burocracia, un buen día o malo, según se mire, dio el paso
hacia el infinito oscuro.
Cuando vio
el conocido túnel apenas se inmutó, se dedicó a seguir la luz mientras a la par
las constantes vitales de su cuerpo flotando en el río a millones de años luz
se iban apagando. Y cuando llegó a la escalera mecánica que se perdía en las
nubes, lo hizo con la misma frialdad que un salmón en el congelador.
Tampoco
parpadeó cuando las áureas rejas que precintaban el paraíso se aparecieron
solemnes ante él. Entonces San Pedro que era el hombrecito de barba blanca con
aureola en la cabeza, imagen que todos conocemos, le dijo con atronadora voz: A la cola
hijo mío, que en un rato pasaremos cuentas tú y yo.
Sea este
escrito, lejos de una crítica profana un pequeño divertimento respetuoso,
quedando todas las referencias sagradas inmaculadas. El caso es que Comodo
lloró y lloró de felicidad toda la cola, a diferencia de algunos pecadores por
allí formados y cuando San Pedro evaluó sus dotes en los papeleos que ya al
pobre hombre también tenían extenuado por los siglos de los siglos, surgió la
idea de probar a Comodo como becario.
El final de
la historia es aniñado hasta el punto que de no ser por la posible salvación de
algunas almas, el autor no lo hubiera añadido dejando así un bello poema
inconcluso.
Comodo fue
contratado por el rigor en su oficio y ejerce con San Pedro por los siglos de
los siglos venideros la noble acción de materializar la balanza moral de cada
uno de todos los que le hicieron el infierno en vida. De tanta pasión por la
labor, tenga el lector por seguro que no habrá un juicio parcial o vindicativo por parte de Comodo.
Y ya para acabaer: como
Comodo hizo, les aconsejo a ustedes que a la hora de declarar los impuestos
hagan una pequeña x en la casilla de la Iglesia, que lejos de representar el
empante del pleno al 15 de la Quiniela, les abrirá las puertas al justo juicio divino, del que Comodo resultó recompensado debido a un formalismo y no auna sólida fe.