gimoteo y maldigo en la noche,
como un maldito fantoche,
los porrazos de crueles pesadillas.
Aúllo como perro moribundo,
recuerdo los errores sin descanso,
cuando se acerca el hombre manso,
que ya triunfó en este perro mundo.
"¿Y tú quién coño eres?" le pregunto,
sonríe remarcando sus arrugas,
y por su brazo escalan las orugas,
mientras con mi veneno me unto.
"Yo soy el jardinero",
responde con voz implacable,
el anciano amable,
pero a la vez altanero.
Me dispuse entonces a abrir la boca,
cuando mi acompañante,
en el mismo instante,
me hace callar con firmeza de roca.
"A la flor más bella y delicada,
por la que lloras y suspiras,
la que en ti desata tanta ira,
la has contagiado y es ahora desdichada.
Debieron ponerlas al sol, a la luz,
no permitir nunca sombra,
no importa la alfombra roja,
esa fue su mayor cruz.
Tú no cometiste error tal,
siempre supiste con certeza,
que la luz para ella es tan vital,
como para ti lo es la cabeza.
Y resultó que muchos le echaron demasiada agua,
así se les murió ahogada por su labor ardua.
Otros fueron austeros y sólo repartieron escasas gotas,
a esos les quedó raquítica y el tormento los azota.
Pero tú, que pusiste la justa medida,
de luz y de sustento,
sufriste un desengaño lento,
cuando te traicionó tu vida.
Pués por tu excesivo culto,
creció linda y hermosa,
y bajo sus ojas quedó oculta,
su arma más poderosa.
Al acariciarla caíste en la trampa,
te pinchó, se clavó profundo,
y ahora dejarás el mundo,
como toda esa panda.
Enséñame tu herida y yo la lloraré por siempre,
y de cada una de las lágrimas,
del que sabe como yo y siente,
crecerán con púas más lánguidas".