Suena el despertador, lo callo de un manotazo y me levanto.
Es un día como cualquier otro, pero hay algo que se extiende como una nube que me sugestiona.
Hoy tampoco voy a escribir. No por falta de ganas como pasa algunas veces que soy esclavo sumiso del tedio. Hoy no puedo. Tengo que trabajar. Ayer noche lo dejé en esta línea, exacto, eso es. La pequeña libreta negra que vive encima del escritorio nunca se equivoca. Es bastante exacta. Bueno, a decir verdad...lo es del todo.
¡Que día más extraño!, no me lo explico. La pluma es la misma de ayer, el tintero es el de siempre, está en la marca exacta donde lo dejé anoche...
Cálculos...cálculos...tachón...cálculos...las agujas del reloj...cálculos...tachón.
Suenan las dos del mediodía en el reloj de marfil. Hoy como solo. Podría haber avisado a los compañeros o a Ella, que ahora trabaja aquí enfrente. Pero como solo.
El café y de vuelta...Más cálculos.
Ya entiendo porque me siento raro. Desde que me levanté, no he dejado de recibir extraños calambres. Son como pellizcos eléctricos, débiles, pero molestos. Cada vez los noto más: un molesto crescendo.
No hay un solo sonido con vida en esta habitación, el reloj da las horas de forma visual, si antes dije lo contrario, lo debí soñar. Otro chispazo...
Intento hacer mi trabajo lo mejor que puedo. Otro chispazo.
Todas las ideas que antaño me poseían (¡porque me poseían!, yo me poseía), ya hace tiempo que quedaron sepultadas entre cálculos y tablas.
Cada vez que vuelve mi maquinaria fantasmal, recibo un chispazo. Creo que esa es la ley que se sigue aquí. Con este último pensamiento recibo un gran chispazo.
Ya no lo aguanto más, cierro con rabia la libreta exacta. Dejo caer la pluma, cojo el abrigo y pretendo irme dando un sonoro portazo. Sonoro en mi imaginación, claro.
Y de pronto cuando abro la puerta y salgo a máxima velocidad, me doy de narices, literalmente.
¡Qué dolor! Tengo la cara ensangrentada. Y nuevos chispazos sacuden mi cuerpo de pelele tendido en el suelo.
¡Ahora lo recuerdo! ¿Será posible que lo haya olvidado? ¿Después de 21 años de extremada y monótona conciencia y de violáceas chispas? Alzo la vista y elevo el puño en gesto de amenaza y un nuevo calambre se descarga en mi cabellera. ¿Será posible que despueś de 21 años, un día cualquiera, haya olvidado por completo que vivo en una esfera eléctrica? Sí, como una de esas del museo de la ciencia.
Sólo veo manos, y más manos. Millones de manos que palpan mi entorno. Y las cargas no paran.
Sonrío...lloro...y acabo por emitir plásticas carcajadas que se pierden en el mar violeta que no deja de vibrar y que lo envuelve todo.
Me siento en la mesa, limpio la sangre con el mismo pañuelo de cada día, recojo la pluma y sigo con los cálculos.
¡Qué grata idea!¡Qué premonición! Llegará el día en que el alud de ideas que se acumula en mi cerebro acabe por volar la tapa de los sesos impregnando todo el cristal de restos...El alud se está gestando, de forma continua, pues no creáis que una habitación tan suntuosa se hace sola, con relojes de marfil y todo.
Solo hará falta una chispita para la detonación, y de eso aquí no estamos escasos: JAJAJAJA
lunes, 19 de octubre de 2009
miércoles, 7 de octubre de 2009
Σklηρή μoíρα
Me miro al espejo y no me reconozco. Veo a un hombre sentado al otro lado que no soy yo y no siempre fue así. Como me encuentro en una encrucijada sin salida y ya no habrá mañana, me veo empujado a explicar el punto de inflexión de mi vida. Digo me veo empujado, porque no persigo ningún fin con esta última confesión.
Después de oír mi relato, el curioso lector que aquí asoma sus narices advertirá que todo juicio que hizo en estas primeras líneas, pudiéndome tildar de ateo o de inconsciente, era del todo absurdo e innecesario.
Pero volvamos a las imágenes que quiero dejar escapar de mi caldero vaporoso.
Era oscuro Octubre y después de un largo día de visitas estaba molido. Nada más llegar a casa, me puse cómodo y fui directo a la cocina a prepararme algo que yantar. Abandoné los fogones dejando el agua hervir y me ocupé de la correspondencia.
Entre facturas, recibos y demás papeluchos un sobre con el flamante sello rojo de la Real Academia de Medicina me hizo dejar caer todo lo demás al suelo y por descontado olvidar mi cena.
¡Cuanto he pensado después! ,¡ cuanto me he devanado los sesos pensando en la crueldad de la Providencia delante de este maldito sobre!. Aún lo conservo, por temor a una aparentemente infundada sensación según la cual perder la carta sería cortar la última cuerda que aguanta en pie mi carroñoso sistema nervioso.
En aquel entonces el sobre sólo representaba una buena noticia: la esperada invitación al congreso regional de medicina.
Los restantes días hasta el 23 de Octubre, pues ese era el día de apertura, me los pasé trabajando como un mulo: de día ajetreado con visitas y por las noches redactando y puliendo mis observaciones de aquel año 19...
Llegó el día señalado y partí por la tarde con mi joven acompañante, el doctor von G.
El doctor von G. era una joven apuesto, rubio y de esbelta figura. Siempre cuidaba su aspecto y vestía finas camisas, en su rostro jamás sobrevivió un solo pelo, pues el joven doctor gustaba de irradiar con la máxima pulcritud. Trabajaba en el pueblo vecino y como el congreso tenía sede en B. , es decir, unos cien quilómetros al norte, los ayuntamientos de nuestros dos pueblos habían acordado nuestro viaje y alojamiento común para reducir gastos.
Ya nos conocíamos de hacía un par de años. Cuando él se hallaba indispuesto en alguna ocasión puntual al año, yo le hacía el relevo, y de igual modo me correspondía él en caso de necesidad. Aunque no teníamos demasiado en común, la convivencia en los últimos congresos se había mostrado aceptable.
Aquel año aún no había visto al joven G. (así le llamaré a partir de ahora para simplificar la narración, aún así creo que no cometo ningún agravio contra su persona, por no mentar su título cada vez, pues a estas alturas de la socarrona vida puedo permitirme el lujo de decir que todos somos hormigas en este gran cosmos y que la persona de cada uno, es insignificante y enteramente prescindible).
Bueno, como iba diciendo, aquella primera aparición del joven G. subiendo al carro me dejó bastante impresionado. Jamás hubiera imaginado que un igual pudiera ser tan bello, pero las facciones de G. eran dignas de la mejor estatua apolínea. Dejó las maletas en el asiento contiguo, me estrechó la mano y después de ofrecerme un cigarrillo, se acomodó al tiempo que esparcía una bocanada de humo a su alrededor, cubriendo su rostro.
La conversación tuvo sus más y sus menos, y cuando ya a penas nos quedaban palabras para rellenar el silencio reinante, llegamos a la austera posada de B.
Como era muy tarde, la portera nos abrió de mala gana y nos condujo al cuartucho que ya conocíamos en el segundo piso.
Dispusimos nuestras pertenencias y me senté a ordenar los papeles para el día siguiente, mientras G. se sirvió una jarra de cerveza negra.
Pasada media hora dormíamos como lirones. La mañana se presentó muy prometedora y después de asearnos, G. se afeitó con magistral destreza y yo me repasé las dos anchas pantillas que llevaba, marchamos al congreso.
En aquel entonces podría haber escrito las mil maravillas sobre aquellas conferencias, hoy desde la distancia y sabiendo cual es el inicio y el fin de mi historia, lo que es paja y lo que no lo es, sólo os diré que tratamos sobre algunos importantes avances en el campo de la cardiología.
Cuando finalizó el curso, todos los médicos allí presentes emprendimos de buen humor un paseo dirección de la fonda del pueblo. Digo de "buen humor" , porque nos esperaba un banquete por todo lo alto, y lo más importante, sin gastar por ello un centavo.
La alegre reunión empezó con un copioso aperitivo y terminó con postres de todas clases. Ya con el buche lleno y la noche amenazando fuera, llegaron los cafés y el vino caliente.
Era a esa hora cuando satisfechos de todo el día, los comensales empezaban a contar anécdotas y relatos que hacía de la reunión un evento más simpático y fraternal.
Un médico pelirrojo de origen francés con su peculiar acento y sosteniendo una augusta pipa relataba regocijándose, con los ojos achinados enterrados en arrugas, una peculiar historia:
- El passiente, que había ingegido pog equivocassion líquido anticongelante, tuvo que segg sometido a la abundante ingesta de etanol, como bien sabgan ustedes, quegidos colegas, como inhibición enzimática competitiva contga el etilenglicol, paga evitag la fogmación de ácido oxálico. El caso es que el paciente no ega ni más ni menos que el viejo cuga y no os podeis imaginar las sandeces que profigió el pobge bajo los efectos del alcohol repagadog, al día siguiente la misa fue la de más asistencia de todo el año, pues ya se sabe como son los pueblos, que nada queda en petit comité...
Carcajadas irrumpían por doquier. Y muy animados empezamos a cantar.
En ese momento aprovechó G. para hacer una seña a una jovencita camarera de labios carnosos sobre la que ya empezaban a oírse groseros comentarios lanzados por algún que otro curda. Acto seguido G. desapareció de su sitio y a pesar de sentir una inconfesable envidia me puse a cantar.
¡Quién me habría de decir que ese venenoso sentimiento no afloraba aquella noche por primera vez! Las veces que había suplido a mi colega en su pueblo, las muchachas que pedían asistencia por una "aparente" fiebre, se transformaban al ver mi mediocre rostro, en coléricas culebras, para las que no tenía solución. También cuando el joven doctor me sustituía en mi pueblo no podía dejar de crear sensación, y a su despedida seguían frases como " ¡Qué gusto de doctor!, ¡eso si que son unas manos limpias!, ¡ Qué delicadas manos!¡Cómo habla! ¡Cuánto sabe!¡No me importaría sufrir de tuberculosis si en vez del viejo Cambald, estuviera el joven doctor!...
Esa demoníaca voz me carcomía por dentro, pero los gritos de los borrachos me devolvieron a la realidad.
G. volvió al cabo de un rato, impecable como siempre, pero con el pelo rubio de la nuca algo oscuro por estar empapado, detalle que nadie pareció observar excepto un servidor.
Así pasaron los días del congreso, asistiendo a importantes charlas, que me tenían muy interesado y pegándonos la gran vida.
En algunos momentos, sobretodo por las noches en silencio, o cuando G. hablaba delante de todos, la terrible vocecilla reanudaba su siniestra tarea, hasta el punto que algunos colegas empezaron a notar mi creciente antipatía, incluso envidia, por el joven médico.
La última noche, durante la sobremesa, cuando todos ya habían satisfecho su gula y su sed y otros pocos, por no decir solo G. , también el apetito más voluptuoso con otra camarera, la conversación tomó un rumbo insospechado, suspendiéndose entre la medicina y los relatos personales. El menor de todos nosotros, un adolescente algo excéntrico, dejó caer las palabras enigmáticas de magnetismo animal .
Como si un fantasma hubiera entrado en la estancia todos callamos, y algún que otro viejo empezó a gruñir. El joven sin amilanarse continuó convencido:
- Un viejo médico amigo de mi padre, curó a mi hermana que entonces sufría de unos desmayos incomprensibles cada dos por tres. Mi padre y varios colegas suyos la habían explorado sin éxito alguno sobre el origen del mal, y el joven anciano que se apareció llamado por no sé que vecino, se sentó largas noches al pie de la cama de mi hermana, en estado de concentración. También le dio un brazalete "magnetizado" según sus propias palabras y a los tres días se recuperó y volvió a ser la flor fresca que siempre había sido. El milagroso anciano no nos quiso revelar su arte y recuerdo que cuando partió, llevaba dos ayudantes cargando todo tipo de raros objetos: piedras brillantes y raras plantas...
En aquel momento, el joven G. que era fiel defensor de la vida material, y enemigo de la poesía y las supersticiones, se vio con todo el respaldo de la audiencia, así que interrumpió:
- ¡Joven deslenguado!¿Cómo tienes la osadía de siendo el más joven tratar de convencer a tan viejos gatos? Dime, ¿A caso has escrito algún solo artículo con a penas quince años? Aprende a callar delante de mayores, y déjate de cuentos de brujas, duendes y fantasmas. El viejo feriante que le sacó unas perras a tu difunto padre no era nada más que eso, un botarate, un feriante y un maldito mastuerzo".
Con la aprobación gutural de los comensales, parecía haber extinguido la ráfaga helada que el chiquillo había hecho pasar a la estancia y que el calor volvía a adueñarse de la reunión, cuando de pronto un viejo, en el que nadie había reparado, con ronca, pero potente voz contestó:
- No avasalles así al chiquillo guaperas, pues lo mismo es cierto todo lo que ha referido. Es más, no creo que nadie en esta santa sala tenga el valor, mejor dicho, la inconsciencia como para cerrar la última puerta al legendario Mesmer, padre del magnetismo animal. La ciencia y los fenómenos mágicos o poderosos siempre han ido de la mano.
-Yo sí tengo lo que hay que tener, lo juro aquí ante todos estos testigos incluido usted, que por cierto... ¿Quién es usted que se oculta en las sombras?
- ¿Lo juras has dicho?
- En efecto, lo juro. Y no una, si no tres veces si con eso se da por satisfecho, y ahora tenga la bondad de aclararnos quién demonios es o nos veremos obligados a sacarlo de aquí a puntapiés.
-Tranquilo que ya me voy, soy sólo un viejo que ha menester de una fuente de calor en las gélidas noches y aquí me he procurado una estos días, hasta que he oído tantas necedades. Me largo. ¡Gracias por nada mi buen señor!
Y acto seguido echó a correr, desafíando las leyes de la naturaleza debido a su avanzada edad. En el salón todos aplaudieron a G. que guiñó un ojo al joven al tiempo que decía:
-No te preocupes, mañana será otro día.
No había duda, todos los médicos estaban maravillados por las agallas de G. y su correcto sentido de la vida. Cabe decir que lo que más admiraban en aquel joven, además de su agraciada fisonomía, era el valor para negar los métodos más cercanos a la espiritualidad lejos de la praxis médica con esa rotunda seguridad. Todos ellos no hubieran sido capaces de cerrar la puerta onírica al gran edificio de la medicina dando un portazo tan estruondoso.
Tranquilos y relajados seguimos cantando canciones de nuestras distintas tierras de procedencia y así término la velada algunas horas más tarde.
Las jaquecas y los dolores de cabeza me habían perseguido con más insitencia desde que apareciese aquel viejo. Había algo en él que me resultaba siniestro a la vez que venerable. Su ronca voz parecía dar alas a las voces que no habían cesado en mi interior desde hacía un par de días: " Ese engreído no merece tanta admiración, sólo recoge lo que la naturaleza labró esculpiendo tan bello rostro. En verdad es un necio y nada más que eso, si yo tuviera esa carrocería cuan respetado sería por mis brillantes ideas y mis ágiles manos, que no habían hecho otra cosa desde la infancia que poner puntos y palpar síntomas de malignidad. ¡Dichoso G. ! ¡Se cree el rey del mundo el muy imbécil! ¡Gritar al pobre muchacho!...
En aquel entonces yo no tenía un espejo delante como para mirar mi semblante a todas horas, y cuánto he lamentado después no tener un tercer ojo desde el que pudiera ver mi propio cuerpo. Lo que sí podía ver eran grupillos de colegas cuchicheando al tiempo que me señalaban con fracasado disimulo cada vez que G. hacía una de sus "grandiosas" intervenciones. Así fue como se fue extendiendo el rumor de nuestra antipatía del que ni yo ni G. eramos conscientes, yo por mi estado de crisis nerviosa y él porque parecía tener las orejas conectadas a la boca porque solo se podía oír a sí mismo.
Recuerdo que aquella última y fatídica noche nos despedimos de nuestros colegas. G. lo hizo algo más dicharachero que nunca debido al alcohol mientras se agarraba de mi brazo, haciendo exagerados gestos de despedida, finalmente nos perdimos en la inmensidad de la noche por el caminito que dejaba a la derecha el cementerio del pueblo.
No tardamos mucho en llegar a la posada en la que estábamos alojados y nada más entrar G. cayó rendido en su lecho.
Me limpié la cara con abundante agua y me puse el pijama y las voces estallaban en mi cabeza. Intenté leer los apuntes que había tomado en la última charla, pero me fue imposible y a los cinco minutos la luz estaba apagada.
El silencio de la noche sólo estaba perturbado por algunos ronquidos aislados de G. que parecía estar sumido en el más profundo de los sueños.
Aquel maldito hedonista dormía a pata suelta y yo, por su culpa, no podía pegar ojo. Las venas de la sien me ardían, palpitaban con violencia y mientras las voces taladraban mi pobre cerebro: " Tú vales mucho más por tu interior Cambald. Solo necesitas una carroza de igual potencia para que te hagas escuchar, bien lo sabes. ¿No eres acaso tú más merecedor que este andrajo de humano? Vamos Cambald, escúchame, esto no lo puedo hacer solo. Te has de concentrar, ¿me oyes? Siente el latido, siéntelo. Nota como fluye la energía, haz un esfuerzo muchacho...
No pude más y después de dar un alarido en mitad del silencio sepulcral, me desmayé.
De eso estoy seguro, no me quedé dormido, me desmayé, perdí la consciencia. Y la última imagen que me vino a la cabeza fue la de aquel viejo corriendo con una sonrisa de oreja a oreja. Se que soñe extrañas cosas, vi la habitación prendida por fuegos que emitían destellos azules y verdes, espesos vapores de raros olores y mil y una alucinaciones.
Amaneció y me sentía extraño, con el cuerpo como si me hubieran molido a palos toda la noche. Por lo menos la cabeza respiraba en silencio, como después de un pesado día de resaca, me sentía regenerado.
Pero de pronto algo inexplicable, una sensación inexplicable y siniestra se apoderó de mí. Empezaban a agarrotarse los músculos, notaba los gemelos de los pies como dos piedras y se estaban tensando, tenía ganas de devolver y un sudor frío recorría mi frente. Corrí al espejo y lo que vi al otro lado...¡oh, pobre pecador de mí! Lo que allí encontré me produce aún un escalofrío que sienta como un latigazo, ese fue el grave punto de inflexión que hizo de mí lo que soy, un ser extraño y alejado de la humanidad, un híbrido mitad filósofo mitad demonio...¡Oh, cruel destino que atas y desatas!¡Que aplastas, que ahogas, pero sobretodo que encarcelas! Pues no nos engañemos: eso es el destino, ni más ni menos que el carcelero del ser humano.
Te contaré lo que vi, aterrado lector: con una sonrisa demoníaca me saludaba al otro lado del espejo ni más ni menos que el mismísimo doctor G.
Acerqué las dos manos a la cara y me toque el pulido rostro. No había lugar a dudas, mi cuerpo era el de G y obedecía con excelencia mis órdenes.
Después de unos minutos de maléfica perplejidad eché a correr a la cama de mi colega y lo que allí vi no es menos sorprendente que lo que encontré en el espejo, pero sí más sangriento y carnicero, ya lo advierto: envuelto en sábanas teñidas de granates y púrpuras yacía el que fuera el cuerpo del viejo Cambald, con el rostro, eso sí irreconocible, por los restos de una macabra mutilación. La cabeza estaba separada del tronco superior, y el tronco superior de las piernas, así reposaba como un pelele partido en tres.
Dejemos de lado los sentimientos que me invadían y mi estado tanto físico como moral al mando de aquel magnífico talle, de aquella piedra preciosa. El hecho es que me largué por piernas y decidí no volver siquiera a mi pequeña aldea de K.
Pasé unos años en soledad, atormentado por mi crimen y obsesionado por la idea del magnetismo, por el poder nunca antes imaginado, por la imagen de aquel brujo que debía de ser el anciano. No vivía, solo me alimentaba para no morir, así que podría decir que esos años no sé dónde los pase o si siquiera los pase. Lo que sí puedo decir es que así como al principio me sentía culpable por todo lo ocurrido, poco a poco fue creciendo en mí la idea de que era una víctima del destino y de unos cuántos hechos desgraciados.
Es más, empezó a convencerme la idea de que estaba siendo recompensado por mi labor, por curar a tantas personas a lo largo de tantos años sin dejar escapar jamás una queja de mis labios. El terror de lo sucedido quedó finalmente sepultado por unas enérgicas ansias de vida.
Regresé al mundo civilizado de los hombres y lo primero que averigüé fue como quedó zanjado el homicidio de cara a la opinión pública y a la ley aquella fatídica noche.
En un recorte de periódico de la biblioteca del pueblo de Rochelier pude leer lo sucedido en aquella posada:
"En la madrugada de ayer, el médico G. (nombre completo) , joven apuesto natural de F.., debió de ser increpado por su envidioso colega, el doctor Cambald Nageln natural de K. con el que compartía habitación. Todo apunta a que después de un forcejeo, pues ambos estaban borrachos, según indican los testigos que les vieron por última vez, el joven, fuerte y apuesto, parece que dio muerte sin intención al viejo doctor. Luego aterrado por el accidente lo descuartizó y lo escondió en un armario para que cuando lo encontrasen el ya estuviera con millas de ventaja....Como afirman algunos de los testigos que pasaron estos días con ellos en un Congreso de medicina, todo apunta a que el viejo Cambald le tenía una envidia incontrolable a su compañero y esa fue la mecha que encenció la trifulca. El fugitivo no es de naturaleza beligerante, pero las fuerzas de seguridad creen que en el estado mental en que se encuentra podría actuar como un animal enjaulado, así que si..."
Mi vida apartir de entonces fue la de un fugitivo.
Ya ni me acordaba de todo lo ocurrido, como os digo, conseguí sepultar mi pasado y mi tormento olvidando mi personal historia del magnetismo por completo.
Una tarde en París, ciudad en la que uno puede esconderse entre la inmensa marea de gente, me dirigía a un rendez-vous con una mujer casada de belleza inigualable.
La cita era en un lujoso hotel, en una habitación que ya la infiel había alquilado con antelación. Yo debía subir sólo para reunirme con ella, que ya estaría dentro, a las ocho en punto.
Como iba sobrado de tiempo, me paré en la Place du Supplice y al primer viejo que encontré con varios ramos de flores sentado en un banco, le intenté robar una con gan destreza y habilidad. Lo conseguí.
El viejo parecía no haberse percatado del hurto cuando sin darse la vuelta dijo con voz ronca: " Mejor llévese tres, pues las mujeres casadas gustan de estos detalles...". Ni que decir cabe que sentí un escalofrío, pero no di crédito a mi fabulosa imaginación, y cuando rodeé el banco para ver su rostro sentí un alivio tremendo al comprobar que todas mis sospechas eran infundadas, pues en nada parecíase a aquel viejo de mi memoria.
Era un pobre ciego envuelto en harapos.
Cogí las dos rosas que me ofrecía y me fui corriendo.
A Michelle le encantaron las rosas y la noche fue incluso más placentera de lo que hubiera imaginado, el olor de las bellas flores resultó potenciar el poder sensual de mi compañera.
Y aquí acaba la historia, ahora ya os puedo confesar el final de mi vida y mis tristes y lánguidas sospechas en las que no dejo de pensar, cada mañana me levanto pensando en ellas y despido el día con la misma idea.
Algo en mi más íntimo ser me susurra a diario que aquel maldito ciego que me vendió las rosas fue el verdugo del ser despreciable en el que me había convertido, y que como un enviado de los infiernos aquella tarde , sentado en un banco , vino a exigir el legítimo cuerpo de G. Las rosas fueron el afrodisíaco ideal para contagiarme un sífilis intratable.
Ahora me muero con una irónica sonrisa, solo pienso en el Destino y en el maldito y oscuro medio del magnetismo que es capaz de ordenar a las Parcas cuando deben cortar un hilo, si en su debido momento o de forma prematura, y aún más, que incluso se permite la sarcástica broma de cambiar los hilos a placer para luego movernos con ellos (¡con nuestros hilos de la vida!) como si fuéramos marionetas: Σklηρή μoíρα
Después de oír mi relato, el curioso lector que aquí asoma sus narices advertirá que todo juicio que hizo en estas primeras líneas, pudiéndome tildar de ateo o de inconsciente, era del todo absurdo e innecesario.
Pero volvamos a las imágenes que quiero dejar escapar de mi caldero vaporoso.
Era oscuro Octubre y después de un largo día de visitas estaba molido. Nada más llegar a casa, me puse cómodo y fui directo a la cocina a prepararme algo que yantar. Abandoné los fogones dejando el agua hervir y me ocupé de la correspondencia.
Entre facturas, recibos y demás papeluchos un sobre con el flamante sello rojo de la Real Academia de Medicina me hizo dejar caer todo lo demás al suelo y por descontado olvidar mi cena.
¡Cuanto he pensado después! ,¡ cuanto me he devanado los sesos pensando en la crueldad de la Providencia delante de este maldito sobre!. Aún lo conservo, por temor a una aparentemente infundada sensación según la cual perder la carta sería cortar la última cuerda que aguanta en pie mi carroñoso sistema nervioso.
En aquel entonces el sobre sólo representaba una buena noticia: la esperada invitación al congreso regional de medicina.
Los restantes días hasta el 23 de Octubre, pues ese era el día de apertura, me los pasé trabajando como un mulo: de día ajetreado con visitas y por las noches redactando y puliendo mis observaciones de aquel año 19...
Llegó el día señalado y partí por la tarde con mi joven acompañante, el doctor von G.
El doctor von G. era una joven apuesto, rubio y de esbelta figura. Siempre cuidaba su aspecto y vestía finas camisas, en su rostro jamás sobrevivió un solo pelo, pues el joven doctor gustaba de irradiar con la máxima pulcritud. Trabajaba en el pueblo vecino y como el congreso tenía sede en B. , es decir, unos cien quilómetros al norte, los ayuntamientos de nuestros dos pueblos habían acordado nuestro viaje y alojamiento común para reducir gastos.
Ya nos conocíamos de hacía un par de años. Cuando él se hallaba indispuesto en alguna ocasión puntual al año, yo le hacía el relevo, y de igual modo me correspondía él en caso de necesidad. Aunque no teníamos demasiado en común, la convivencia en los últimos congresos se había mostrado aceptable.
Aquel año aún no había visto al joven G. (así le llamaré a partir de ahora para simplificar la narración, aún así creo que no cometo ningún agravio contra su persona, por no mentar su título cada vez, pues a estas alturas de la socarrona vida puedo permitirme el lujo de decir que todos somos hormigas en este gran cosmos y que la persona de cada uno, es insignificante y enteramente prescindible).
Bueno, como iba diciendo, aquella primera aparición del joven G. subiendo al carro me dejó bastante impresionado. Jamás hubiera imaginado que un igual pudiera ser tan bello, pero las facciones de G. eran dignas de la mejor estatua apolínea. Dejó las maletas en el asiento contiguo, me estrechó la mano y después de ofrecerme un cigarrillo, se acomodó al tiempo que esparcía una bocanada de humo a su alrededor, cubriendo su rostro.
La conversación tuvo sus más y sus menos, y cuando ya a penas nos quedaban palabras para rellenar el silencio reinante, llegamos a la austera posada de B.
Como era muy tarde, la portera nos abrió de mala gana y nos condujo al cuartucho que ya conocíamos en el segundo piso.
Dispusimos nuestras pertenencias y me senté a ordenar los papeles para el día siguiente, mientras G. se sirvió una jarra de cerveza negra.
Pasada media hora dormíamos como lirones. La mañana se presentó muy prometedora y después de asearnos, G. se afeitó con magistral destreza y yo me repasé las dos anchas pantillas que llevaba, marchamos al congreso.
En aquel entonces podría haber escrito las mil maravillas sobre aquellas conferencias, hoy desde la distancia y sabiendo cual es el inicio y el fin de mi historia, lo que es paja y lo que no lo es, sólo os diré que tratamos sobre algunos importantes avances en el campo de la cardiología.
Cuando finalizó el curso, todos los médicos allí presentes emprendimos de buen humor un paseo dirección de la fonda del pueblo. Digo de "buen humor" , porque nos esperaba un banquete por todo lo alto, y lo más importante, sin gastar por ello un centavo.
La alegre reunión empezó con un copioso aperitivo y terminó con postres de todas clases. Ya con el buche lleno y la noche amenazando fuera, llegaron los cafés y el vino caliente.
Era a esa hora cuando satisfechos de todo el día, los comensales empezaban a contar anécdotas y relatos que hacía de la reunión un evento más simpático y fraternal.
Un médico pelirrojo de origen francés con su peculiar acento y sosteniendo una augusta pipa relataba regocijándose, con los ojos achinados enterrados en arrugas, una peculiar historia:
- El passiente, que había ingegido pog equivocassion líquido anticongelante, tuvo que segg sometido a la abundante ingesta de etanol, como bien sabgan ustedes, quegidos colegas, como inhibición enzimática competitiva contga el etilenglicol, paga evitag la fogmación de ácido oxálico. El caso es que el paciente no ega ni más ni menos que el viejo cuga y no os podeis imaginar las sandeces que profigió el pobge bajo los efectos del alcohol repagadog, al día siguiente la misa fue la de más asistencia de todo el año, pues ya se sabe como son los pueblos, que nada queda en petit comité...
Carcajadas irrumpían por doquier. Y muy animados empezamos a cantar.
En ese momento aprovechó G. para hacer una seña a una jovencita camarera de labios carnosos sobre la que ya empezaban a oírse groseros comentarios lanzados por algún que otro curda. Acto seguido G. desapareció de su sitio y a pesar de sentir una inconfesable envidia me puse a cantar.
¡Quién me habría de decir que ese venenoso sentimiento no afloraba aquella noche por primera vez! Las veces que había suplido a mi colega en su pueblo, las muchachas que pedían asistencia por una "aparente" fiebre, se transformaban al ver mi mediocre rostro, en coléricas culebras, para las que no tenía solución. También cuando el joven doctor me sustituía en mi pueblo no podía dejar de crear sensación, y a su despedida seguían frases como " ¡Qué gusto de doctor!, ¡eso si que son unas manos limpias!, ¡ Qué delicadas manos!¡Cómo habla! ¡Cuánto sabe!¡No me importaría sufrir de tuberculosis si en vez del viejo Cambald, estuviera el joven doctor!...
Esa demoníaca voz me carcomía por dentro, pero los gritos de los borrachos me devolvieron a la realidad.
G. volvió al cabo de un rato, impecable como siempre, pero con el pelo rubio de la nuca algo oscuro por estar empapado, detalle que nadie pareció observar excepto un servidor.
Así pasaron los días del congreso, asistiendo a importantes charlas, que me tenían muy interesado y pegándonos la gran vida.
En algunos momentos, sobretodo por las noches en silencio, o cuando G. hablaba delante de todos, la terrible vocecilla reanudaba su siniestra tarea, hasta el punto que algunos colegas empezaron a notar mi creciente antipatía, incluso envidia, por el joven médico.
La última noche, durante la sobremesa, cuando todos ya habían satisfecho su gula y su sed y otros pocos, por no decir solo G. , también el apetito más voluptuoso con otra camarera, la conversación tomó un rumbo insospechado, suspendiéndose entre la medicina y los relatos personales. El menor de todos nosotros, un adolescente algo excéntrico, dejó caer las palabras enigmáticas de magnetismo animal .
Como si un fantasma hubiera entrado en la estancia todos callamos, y algún que otro viejo empezó a gruñir. El joven sin amilanarse continuó convencido:
- Un viejo médico amigo de mi padre, curó a mi hermana que entonces sufría de unos desmayos incomprensibles cada dos por tres. Mi padre y varios colegas suyos la habían explorado sin éxito alguno sobre el origen del mal, y el joven anciano que se apareció llamado por no sé que vecino, se sentó largas noches al pie de la cama de mi hermana, en estado de concentración. También le dio un brazalete "magnetizado" según sus propias palabras y a los tres días se recuperó y volvió a ser la flor fresca que siempre había sido. El milagroso anciano no nos quiso revelar su arte y recuerdo que cuando partió, llevaba dos ayudantes cargando todo tipo de raros objetos: piedras brillantes y raras plantas...
En aquel momento, el joven G. que era fiel defensor de la vida material, y enemigo de la poesía y las supersticiones, se vio con todo el respaldo de la audiencia, así que interrumpió:
- ¡Joven deslenguado!¿Cómo tienes la osadía de siendo el más joven tratar de convencer a tan viejos gatos? Dime, ¿A caso has escrito algún solo artículo con a penas quince años? Aprende a callar delante de mayores, y déjate de cuentos de brujas, duendes y fantasmas. El viejo feriante que le sacó unas perras a tu difunto padre no era nada más que eso, un botarate, un feriante y un maldito mastuerzo".
Con la aprobación gutural de los comensales, parecía haber extinguido la ráfaga helada que el chiquillo había hecho pasar a la estancia y que el calor volvía a adueñarse de la reunión, cuando de pronto un viejo, en el que nadie había reparado, con ronca, pero potente voz contestó:
- No avasalles así al chiquillo guaperas, pues lo mismo es cierto todo lo que ha referido. Es más, no creo que nadie en esta santa sala tenga el valor, mejor dicho, la inconsciencia como para cerrar la última puerta al legendario Mesmer, padre del magnetismo animal. La ciencia y los fenómenos mágicos o poderosos siempre han ido de la mano.
-Yo sí tengo lo que hay que tener, lo juro aquí ante todos estos testigos incluido usted, que por cierto... ¿Quién es usted que se oculta en las sombras?
- ¿Lo juras has dicho?
- En efecto, lo juro. Y no una, si no tres veces si con eso se da por satisfecho, y ahora tenga la bondad de aclararnos quién demonios es o nos veremos obligados a sacarlo de aquí a puntapiés.
-Tranquilo que ya me voy, soy sólo un viejo que ha menester de una fuente de calor en las gélidas noches y aquí me he procurado una estos días, hasta que he oído tantas necedades. Me largo. ¡Gracias por nada mi buen señor!
Y acto seguido echó a correr, desafíando las leyes de la naturaleza debido a su avanzada edad. En el salón todos aplaudieron a G. que guiñó un ojo al joven al tiempo que decía:
-No te preocupes, mañana será otro día.
No había duda, todos los médicos estaban maravillados por las agallas de G. y su correcto sentido de la vida. Cabe decir que lo que más admiraban en aquel joven, además de su agraciada fisonomía, era el valor para negar los métodos más cercanos a la espiritualidad lejos de la praxis médica con esa rotunda seguridad. Todos ellos no hubieran sido capaces de cerrar la puerta onírica al gran edificio de la medicina dando un portazo tan estruondoso.
Tranquilos y relajados seguimos cantando canciones de nuestras distintas tierras de procedencia y así término la velada algunas horas más tarde.
Las jaquecas y los dolores de cabeza me habían perseguido con más insitencia desde que apareciese aquel viejo. Había algo en él que me resultaba siniestro a la vez que venerable. Su ronca voz parecía dar alas a las voces que no habían cesado en mi interior desde hacía un par de días: " Ese engreído no merece tanta admiración, sólo recoge lo que la naturaleza labró esculpiendo tan bello rostro. En verdad es un necio y nada más que eso, si yo tuviera esa carrocería cuan respetado sería por mis brillantes ideas y mis ágiles manos, que no habían hecho otra cosa desde la infancia que poner puntos y palpar síntomas de malignidad. ¡Dichoso G. ! ¡Se cree el rey del mundo el muy imbécil! ¡Gritar al pobre muchacho!...
En aquel entonces yo no tenía un espejo delante como para mirar mi semblante a todas horas, y cuánto he lamentado después no tener un tercer ojo desde el que pudiera ver mi propio cuerpo. Lo que sí podía ver eran grupillos de colegas cuchicheando al tiempo que me señalaban con fracasado disimulo cada vez que G. hacía una de sus "grandiosas" intervenciones. Así fue como se fue extendiendo el rumor de nuestra antipatía del que ni yo ni G. eramos conscientes, yo por mi estado de crisis nerviosa y él porque parecía tener las orejas conectadas a la boca porque solo se podía oír a sí mismo.
Recuerdo que aquella última y fatídica noche nos despedimos de nuestros colegas. G. lo hizo algo más dicharachero que nunca debido al alcohol mientras se agarraba de mi brazo, haciendo exagerados gestos de despedida, finalmente nos perdimos en la inmensidad de la noche por el caminito que dejaba a la derecha el cementerio del pueblo.
No tardamos mucho en llegar a la posada en la que estábamos alojados y nada más entrar G. cayó rendido en su lecho.
Me limpié la cara con abundante agua y me puse el pijama y las voces estallaban en mi cabeza. Intenté leer los apuntes que había tomado en la última charla, pero me fue imposible y a los cinco minutos la luz estaba apagada.
El silencio de la noche sólo estaba perturbado por algunos ronquidos aislados de G. que parecía estar sumido en el más profundo de los sueños.
Aquel maldito hedonista dormía a pata suelta y yo, por su culpa, no podía pegar ojo. Las venas de la sien me ardían, palpitaban con violencia y mientras las voces taladraban mi pobre cerebro: " Tú vales mucho más por tu interior Cambald. Solo necesitas una carroza de igual potencia para que te hagas escuchar, bien lo sabes. ¿No eres acaso tú más merecedor que este andrajo de humano? Vamos Cambald, escúchame, esto no lo puedo hacer solo. Te has de concentrar, ¿me oyes? Siente el latido, siéntelo. Nota como fluye la energía, haz un esfuerzo muchacho...
No pude más y después de dar un alarido en mitad del silencio sepulcral, me desmayé.
De eso estoy seguro, no me quedé dormido, me desmayé, perdí la consciencia. Y la última imagen que me vino a la cabeza fue la de aquel viejo corriendo con una sonrisa de oreja a oreja. Se que soñe extrañas cosas, vi la habitación prendida por fuegos que emitían destellos azules y verdes, espesos vapores de raros olores y mil y una alucinaciones.
Amaneció y me sentía extraño, con el cuerpo como si me hubieran molido a palos toda la noche. Por lo menos la cabeza respiraba en silencio, como después de un pesado día de resaca, me sentía regenerado.
Pero de pronto algo inexplicable, una sensación inexplicable y siniestra se apoderó de mí. Empezaban a agarrotarse los músculos, notaba los gemelos de los pies como dos piedras y se estaban tensando, tenía ganas de devolver y un sudor frío recorría mi frente. Corrí al espejo y lo que vi al otro lado...¡oh, pobre pecador de mí! Lo que allí encontré me produce aún un escalofrío que sienta como un latigazo, ese fue el grave punto de inflexión que hizo de mí lo que soy, un ser extraño y alejado de la humanidad, un híbrido mitad filósofo mitad demonio...¡Oh, cruel destino que atas y desatas!¡Que aplastas, que ahogas, pero sobretodo que encarcelas! Pues no nos engañemos: eso es el destino, ni más ni menos que el carcelero del ser humano.
Te contaré lo que vi, aterrado lector: con una sonrisa demoníaca me saludaba al otro lado del espejo ni más ni menos que el mismísimo doctor G.
Acerqué las dos manos a la cara y me toque el pulido rostro. No había lugar a dudas, mi cuerpo era el de G y obedecía con excelencia mis órdenes.
Después de unos minutos de maléfica perplejidad eché a correr a la cama de mi colega y lo que allí vi no es menos sorprendente que lo que encontré en el espejo, pero sí más sangriento y carnicero, ya lo advierto: envuelto en sábanas teñidas de granates y púrpuras yacía el que fuera el cuerpo del viejo Cambald, con el rostro, eso sí irreconocible, por los restos de una macabra mutilación. La cabeza estaba separada del tronco superior, y el tronco superior de las piernas, así reposaba como un pelele partido en tres.
Dejemos de lado los sentimientos que me invadían y mi estado tanto físico como moral al mando de aquel magnífico talle, de aquella piedra preciosa. El hecho es que me largué por piernas y decidí no volver siquiera a mi pequeña aldea de K.
Pasé unos años en soledad, atormentado por mi crimen y obsesionado por la idea del magnetismo, por el poder nunca antes imaginado, por la imagen de aquel brujo que debía de ser el anciano. No vivía, solo me alimentaba para no morir, así que podría decir que esos años no sé dónde los pase o si siquiera los pase. Lo que sí puedo decir es que así como al principio me sentía culpable por todo lo ocurrido, poco a poco fue creciendo en mí la idea de que era una víctima del destino y de unos cuántos hechos desgraciados.
Es más, empezó a convencerme la idea de que estaba siendo recompensado por mi labor, por curar a tantas personas a lo largo de tantos años sin dejar escapar jamás una queja de mis labios. El terror de lo sucedido quedó finalmente sepultado por unas enérgicas ansias de vida.
Regresé al mundo civilizado de los hombres y lo primero que averigüé fue como quedó zanjado el homicidio de cara a la opinión pública y a la ley aquella fatídica noche.
En un recorte de periódico de la biblioteca del pueblo de Rochelier pude leer lo sucedido en aquella posada:
"En la madrugada de ayer, el médico G. (nombre completo) , joven apuesto natural de F.., debió de ser increpado por su envidioso colega, el doctor Cambald Nageln natural de K. con el que compartía habitación. Todo apunta a que después de un forcejeo, pues ambos estaban borrachos, según indican los testigos que les vieron por última vez, el joven, fuerte y apuesto, parece que dio muerte sin intención al viejo doctor. Luego aterrado por el accidente lo descuartizó y lo escondió en un armario para que cuando lo encontrasen el ya estuviera con millas de ventaja....Como afirman algunos de los testigos que pasaron estos días con ellos en un Congreso de medicina, todo apunta a que el viejo Cambald le tenía una envidia incontrolable a su compañero y esa fue la mecha que encenció la trifulca. El fugitivo no es de naturaleza beligerante, pero las fuerzas de seguridad creen que en el estado mental en que se encuentra podría actuar como un animal enjaulado, así que si..."
Mi vida apartir de entonces fue la de un fugitivo.
Ya ni me acordaba de todo lo ocurrido, como os digo, conseguí sepultar mi pasado y mi tormento olvidando mi personal historia del magnetismo por completo.
Una tarde en París, ciudad en la que uno puede esconderse entre la inmensa marea de gente, me dirigía a un rendez-vous con una mujer casada de belleza inigualable.
La cita era en un lujoso hotel, en una habitación que ya la infiel había alquilado con antelación. Yo debía subir sólo para reunirme con ella, que ya estaría dentro, a las ocho en punto.
Como iba sobrado de tiempo, me paré en la Place du Supplice y al primer viejo que encontré con varios ramos de flores sentado en un banco, le intenté robar una con gan destreza y habilidad. Lo conseguí.
El viejo parecía no haberse percatado del hurto cuando sin darse la vuelta dijo con voz ronca: " Mejor llévese tres, pues las mujeres casadas gustan de estos detalles...". Ni que decir cabe que sentí un escalofrío, pero no di crédito a mi fabulosa imaginación, y cuando rodeé el banco para ver su rostro sentí un alivio tremendo al comprobar que todas mis sospechas eran infundadas, pues en nada parecíase a aquel viejo de mi memoria.
Era un pobre ciego envuelto en harapos.
Cogí las dos rosas que me ofrecía y me fui corriendo.
A Michelle le encantaron las rosas y la noche fue incluso más placentera de lo que hubiera imaginado, el olor de las bellas flores resultó potenciar el poder sensual de mi compañera.
Y aquí acaba la historia, ahora ya os puedo confesar el final de mi vida y mis tristes y lánguidas sospechas en las que no dejo de pensar, cada mañana me levanto pensando en ellas y despido el día con la misma idea.
Algo en mi más íntimo ser me susurra a diario que aquel maldito ciego que me vendió las rosas fue el verdugo del ser despreciable en el que me había convertido, y que como un enviado de los infiernos aquella tarde , sentado en un banco , vino a exigir el legítimo cuerpo de G. Las rosas fueron el afrodisíaco ideal para contagiarme un sífilis intratable.
Ahora me muero con una irónica sonrisa, solo pienso en el Destino y en el maldito y oscuro medio del magnetismo que es capaz de ordenar a las Parcas cuando deben cortar un hilo, si en su debido momento o de forma prematura, y aún más, que incluso se permite la sarcástica broma de cambiar los hilos a placer para luego movernos con ellos (¡con nuestros hilos de la vida!) como si fuéramos marionetas: Σklηρή μoíρα
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