"¿Por qué no?".
La idea era absurda, pero esta interrogación interior poderosa como una campana en la caja torácica acababa de desatar al niño dictador que K. llevaba dentro.
Las tres palabras eran mágicas e irrepetibles, un veneno que acababa de gestarse y se había esparcido por todo el cerebro en a penas unos segundos.
¿De dónde vendrán esos golpes de timón neuronales? ¿Esas repentinas sensaciones de felicidad instantánea, de bienestar inalcanzable por los caminos de la lógica que nos obligan a dejarlo todo por un impulso?
Al fin y al cabo todas estas disquisiciones son obra del narrador que se para a examinar las formas del humo negro que emana de esta situación o cualquier otra nacida en su mollera y dado este nuevo golpe neuronal ,ahora en la testa del susodicho escribano, esperemos que se ciña y prosiga con el contexto que nos ocupa. Amen
...se había esparcido por todo el cerebro en apenas unos segundos.
Autómata de aquel ardor infantil, K. se agazapó de cuclillas detrás de la puerta que daba al patio. Entre esa puerta y la que daba al interior del piso a duras penas había 1 metro y era un paso de tinieblas. Allí mismo, en el corazón de la oscuridad se hizo una bola K. y su propio corazón latía con violencia.
Segundos antes había sonado el interfono, justo entonces K. había sido víctima de esa ráfaga demencial y ante la escena de K. sonriendo como un chiquillo y explicando a toda prisa sus intenciones, el que le acompañaba se limitó a observar: " Que absurdo, le dará un infarto", sin embargo fue precisamente él, y no otro, el que apagó la luz del pequeño zulo entre los dos umbrales que separaban al piso del mundo del ascensor y las escaleras sumiendo en la noche a aquel ser frenético en el que se había convertido K.
Ahora "el ser frenético" temblaba, sudaba como un ceporro, ahí arrinconado detrás de la puerta, esclavo de su ocurrencia infantil, parecía la última cucaracha de la civilización, al menos eso pensaba el que le acompañaba que lo miraba todo desde la mirilla.
Por debajo de la puerta se escapaba el aliento abrasador del otro que parecía llevar a ebullición las gotas de sudor que lograban sortear los poros de K. hasta llegar al exterior .
K. apenas sentía el aliento desalentador, ni la profundidad de la oscuridad, ni el frío de las baldosas...¿Por qué? La respuesta es muy humana, por fortuna o desgracia: se hallaba enredado en una maraña de pensamientos ajenos a la realidad física.
" Estará al caer...¿Cómo puede tardar tanto?...Juraría que he oído el ascensor hace nada...¿Cómo puede ser? ¿Pero si estamos en el primero?...Verás que cara se le queda...Como me voy a reír...Le pillaré de improvisto...seguro...Haré: ffffffffuuuuuuu...como un gato...Será genial...No llega, no llega...Éste es capaz de subir por las escaleras...Pues eso: ffffffffuuuuuuuuu... Eso sonará como si el gato estuviera con los pelos erizados, sí, sí...Como tarda...¿O mejor como una advertencia felina?:Ggggggggggggggggeeeeeeeeeeuuu, se lo podría haber preguntado al que está conmigo, aunque no me gusta tratar con él, siempre me trata de usted entre otras cosas..."
De pronto se abrió la puerta, en un instante, de forma fugaz, el corazón de K. se encontró con un jaque mate insospechado: la ansiada visita al fin había llegado, estaba "aquí".
Ante tal sorpresa "inesperada", el tejido cardíaco de K. se necrotizó con la velocidad con la que un campo de trigo se queda cubierto de una densa capa de hielo por arte de magia.
Este pobre narrador, quizás un poco sombra o reflejo de K. , no puede dejar de absorber ideas en torbellinos mentales, y necesita desbaratar todo el fascinante influjo producido en el lector con el breve relato. Por la molestia que se ha tomado de dedicar un par de horas de su vida a transmitir las sensaciones de esta olla a presión, démosle, sin que sirva de precendente, la oportunidad de acabar de coserlo todo para su tranquilidad:
El esperado había llegado, ya estaba aquí y bajo el brazo había traído lo que todos querían, llegó dando la razón a todos, que es el mejor regalo que se le puede dar a los pobre hombres: el recién llegado se llevó un buen susto como vaticinó la estatua-fiambre de ventrículo izquierdo ahora más bien vago al recibir el impacto del mencionado profeta en los pies.
El que acompañaba a K. también acertó desde la mirilla, y ese acierto nos deja, al menos a mí, con una sensación mezcla de angustia y pavor natural de los sucesos tétricos y sus correspondientes predicciones, pero en el caso que nos ocupa acrecentada por la impasibilidad del ojo que lo veía todo desde la mirilla.
Como el propio K. explicaba en sus cavilaciones, "el otro" siempre le trataba de usted y digo yo: ¿Sería casualidad que antes de confinarse en la seguridad del piso con toda la frialdad del mundo y apagara la macilenta bombilla para ayudar a la sugestión que flota por el aire y que causa todas las gracias y desgracias, se despidiera del desgraciado K. con un " Que absurdo, le dará un infarto" ? ¿De quién hablaba en realidad? ¿No es ese ser un especie de Dios?...
Empiezo a temer desgraciadamente que el propio narrador, K. , el hombre de la mirilla y la visita fueran todos la misma persona... No quiero ahondar en elucubraciones, todo este asunto me pone los pelos de punta. ¡Calla de una maldita vez mente pérfida!
viernes, 30 de septiembre de 2011
viernes, 2 de septiembre de 2011
El botafumeiro gris
Muy a pesar de mi confeso ateísmo, aquella mañana en Santiago no pude evitar cierta elevación santurrona en mi espíritu ante la evocación de un pasado sacro, emanación de tantas comuniones, bautizos y bodas familiares, ahora pasto del pasado.
Aroma de un Bien absurdo e infundado o de un Mal sacrílego, lo que sí sé es que la entrada en la catedral, sacudió mi cabeza resacosa y todo mi cuerpo físico se esforzó en un único objetivo: aclimatar las pupilas a los juegos de luces-sombra en medio de aquella fragancia tan incierta.
El oficio había comenzado y los feligreses abarrotaban el recinto. Feligreses que la noche anterior habían rezado millones de plegarias, otros que habían cogido de las peores turcas de su vida en cualquier tasca de mala muerte y que ahora sudaban dando gracias al Señor, ancianitas que, bajo disfraces ancestrales, reparaban más en los asistentes que en la misa en sí, turistas curiosos y sobretodo peregrinos: creyentes o no.
Nuestro grupillo pertenecía a esta última especie. Mis compañeros no eran muy devotos, pero eso no les impidió jurar en Tierras del Apóstol que el verdadero motivo de su viaje era la fe. Esta pequeña mentira se debía a que si afirmabas hacer el recorrido por la fe, los lugareños te hacían entrega de un diploma con tu nombre en Latín.
A mi modo de ver, esa superchería es absurda, ya que a día de hoy, aquellos polvorientos pergaminos deben de ser pasto del olvido en algún baúl rancio y enmohecido.
Pero bueno el caso es que la visita a la catedral era obligada y como observador imparcial o marginado de la fe, en aquel bullicio, empapábame junto a los míos de las fragancias eclesiásticas y de la curiosidad humana, enterrando el cansacio físico y la resaca en lo más profundo de mi ser.
Pasamos cerca de varios monaguillos que en aquel día tan solemne hacían de seguratas. Hubo uno en especial que con su faz rasurada, sus gafitas y la mirada de severa bondad, se me presentaba como aquellos eunucos de tierras exóticas encargados de la supervisión del harén.
El mismo nos obligó a circular cuando nos quedamos estancados en el pasillo y cuando ya avanzábamos hacia el brazo derecho del crucero acelerados por la típica corriente humana que se da en una dirección en las aglomeraciones, no pude dejar de observar aquel rostro castrado por el bien ejerciendo un papel tan absurdo.
Al fin nos detuvimos. Las piernas ya empezaban a doblarse por arte de magia víctimas de unas rodillas quejumbrosas. Comentábamos algo en nuestra lengua, el catalán, cuando unos viejecitos lugareños y sus hijos cincuentones, que estaban parados detrás nuestro comentaron: "Los catalanes también van a la Iglesia, mira tú por donde..."
El discurso cargado de tópicos seguía por el camino de la amargura y me disponía a entablar una trifulca (por las que ya soy conocido) cuando un rayo de luz violó mis córneas.
Rodeada por cientos de creyentes, en la nave central, una especie de Diosa miró por un instante en mi dirección justo cuando me proponía contestar a los maleducados anfitriones. Mis compañeros sólo pudieron advertir que mi boca permanecía abierta durante varios minutos como congelada y extrañados por mi silencio y falta de ganas de discusión, creo que me hicieron algunas preguntas animados por la excepcional situación y si no me equivoco les hablé de ese espejismo angelical, pero ninguno pareció encontrar a mi zahir en medio de aquel mar de piadosos, ninguno consiguió dar con aquella perfumada cabellera azabache cuya narcótica dueña ahora me daba la espalda.
A partir de entonces sólo recuerdo el intenso olor perfumado de un incienso sacrílego, los tiraboleiros se prepararon para su gran momento y todo el mundo pareció fundirse en una sola visión: la del mítico y plateado incensiario, eterna chimenea de blanquecino humo purificador.
Creo que aproveché ese instante de atención máxima para echar a andar. Digo "creo", porque de todo corazón creo, creo con toda la fe del universo que en aquel momento era un títere de aquel ser venido de los Cielos.
Los presentes parecían no reparar en mí, un ser teledirigido por unos ojos abrasadores que ora me retaban con una sensualidad pecadora y ultraterrena, ora desaparecían para darme la espalda.
Me parece que fue cuando ya había apartado a unas cuantas personas, que me empujaron e imprecaron con contención, que el gran botafumeiro empezó su danza apoteósica.
Los jóvenes tiraban con una fuerza sobrehumana para transmitir con ayuda de las poleas aquellos movimientos ,similares a la precipitación de la guillotina revolucionaria, al gran incensario en el que se reflejaban millones de miradas piadosas, temerosas y víctimas del trance.
Cuando la velocidad ya era vertiginosa, la sonrisa de aquella reina hechicera me sugirió que me alzara, que me alzara hasta el infinito para ver la gracia del Creador, para contemplar a sus siervos febriles y extasiados en la fe purificadora, que me alzara para ver mi cara de ateo, de duda, de incertidumbre en medio de aquella muchedumbre poseeda de un camino verdadero.
Aparté a varios fieles y me hice con un pequeño espacio de un banco, subí primero el pie derecho y apoyando mi peso en él, alcé el otro, ya me iba a erguir cuando de pronto pasó como un rayo a escaso medio metro de mi el incensiario colosal y pude ver reflejado en él los ojos de aquel demonio que me exhortaba, la mirada envuelta en llamas de aquel súcubo infiltrado en medio de tanto pecador, que ahora cambiaba de dirección. Aterrado, me agaché y giré sobre mi mismo, en el fondo de la nave lateral un pobre ser se erguía algo más alto, con más sumisión aún que yo, inducido por la reina hechicera.
Aún me cuesta comprender por qué sólo yo pude verlo, por qué de aquella atestada reunión sólo yo, un ateo casual, fui testigo de cómo el botafumeiro arrancaba de cuajo la cabeza de aquel pobre monaguillo "eunuco", al tiempo que Belzebul personificado en aquella maravilla prodigiosa se desvanecía para siempre fundiéndose con el puro humo blanco que antaño sirviera para desinfectar el improvisado albergue de mugrientos peregrinos tiñiendo el originial ,con su negro carbón, de un gris mundano y triste que parecía bautizar con frívolo polvo a aquella muchedumbre de hambrientos de fe.
Acaso con el mismo polvo en el que se convirtieron antaño los peregrinos ancestrales.
Aroma de un Bien absurdo e infundado o de un Mal sacrílego, lo que sí sé es que la entrada en la catedral, sacudió mi cabeza resacosa y todo mi cuerpo físico se esforzó en un único objetivo: aclimatar las pupilas a los juegos de luces-sombra en medio de aquella fragancia tan incierta.
El oficio había comenzado y los feligreses abarrotaban el recinto. Feligreses que la noche anterior habían rezado millones de plegarias, otros que habían cogido de las peores turcas de su vida en cualquier tasca de mala muerte y que ahora sudaban dando gracias al Señor, ancianitas que, bajo disfraces ancestrales, reparaban más en los asistentes que en la misa en sí, turistas curiosos y sobretodo peregrinos: creyentes o no.
Nuestro grupillo pertenecía a esta última especie. Mis compañeros no eran muy devotos, pero eso no les impidió jurar en Tierras del Apóstol que el verdadero motivo de su viaje era la fe. Esta pequeña mentira se debía a que si afirmabas hacer el recorrido por la fe, los lugareños te hacían entrega de un diploma con tu nombre en Latín.
A mi modo de ver, esa superchería es absurda, ya que a día de hoy, aquellos polvorientos pergaminos deben de ser pasto del olvido en algún baúl rancio y enmohecido.
Pero bueno el caso es que la visita a la catedral era obligada y como observador imparcial o marginado de la fe, en aquel bullicio, empapábame junto a los míos de las fragancias eclesiásticas y de la curiosidad humana, enterrando el cansacio físico y la resaca en lo más profundo de mi ser.
Pasamos cerca de varios monaguillos que en aquel día tan solemne hacían de seguratas. Hubo uno en especial que con su faz rasurada, sus gafitas y la mirada de severa bondad, se me presentaba como aquellos eunucos de tierras exóticas encargados de la supervisión del harén.
El mismo nos obligó a circular cuando nos quedamos estancados en el pasillo y cuando ya avanzábamos hacia el brazo derecho del crucero acelerados por la típica corriente humana que se da en una dirección en las aglomeraciones, no pude dejar de observar aquel rostro castrado por el bien ejerciendo un papel tan absurdo.
Al fin nos detuvimos. Las piernas ya empezaban a doblarse por arte de magia víctimas de unas rodillas quejumbrosas. Comentábamos algo en nuestra lengua, el catalán, cuando unos viejecitos lugareños y sus hijos cincuentones, que estaban parados detrás nuestro comentaron: "Los catalanes también van a la Iglesia, mira tú por donde..."
El discurso cargado de tópicos seguía por el camino de la amargura y me disponía a entablar una trifulca (por las que ya soy conocido) cuando un rayo de luz violó mis córneas.
Rodeada por cientos de creyentes, en la nave central, una especie de Diosa miró por un instante en mi dirección justo cuando me proponía contestar a los maleducados anfitriones. Mis compañeros sólo pudieron advertir que mi boca permanecía abierta durante varios minutos como congelada y extrañados por mi silencio y falta de ganas de discusión, creo que me hicieron algunas preguntas animados por la excepcional situación y si no me equivoco les hablé de ese espejismo angelical, pero ninguno pareció encontrar a mi zahir en medio de aquel mar de piadosos, ninguno consiguió dar con aquella perfumada cabellera azabache cuya narcótica dueña ahora me daba la espalda.
A partir de entonces sólo recuerdo el intenso olor perfumado de un incienso sacrílego, los tiraboleiros se prepararon para su gran momento y todo el mundo pareció fundirse en una sola visión: la del mítico y plateado incensiario, eterna chimenea de blanquecino humo purificador.
Creo que aproveché ese instante de atención máxima para echar a andar. Digo "creo", porque de todo corazón creo, creo con toda la fe del universo que en aquel momento era un títere de aquel ser venido de los Cielos.
Los presentes parecían no reparar en mí, un ser teledirigido por unos ojos abrasadores que ora me retaban con una sensualidad pecadora y ultraterrena, ora desaparecían para darme la espalda.
Me parece que fue cuando ya había apartado a unas cuantas personas, que me empujaron e imprecaron con contención, que el gran botafumeiro empezó su danza apoteósica.
Los jóvenes tiraban con una fuerza sobrehumana para transmitir con ayuda de las poleas aquellos movimientos ,similares a la precipitación de la guillotina revolucionaria, al gran incensario en el que se reflejaban millones de miradas piadosas, temerosas y víctimas del trance.
Cuando la velocidad ya era vertiginosa, la sonrisa de aquella reina hechicera me sugirió que me alzara, que me alzara hasta el infinito para ver la gracia del Creador, para contemplar a sus siervos febriles y extasiados en la fe purificadora, que me alzara para ver mi cara de ateo, de duda, de incertidumbre en medio de aquella muchedumbre poseeda de un camino verdadero.
Aparté a varios fieles y me hice con un pequeño espacio de un banco, subí primero el pie derecho y apoyando mi peso en él, alcé el otro, ya me iba a erguir cuando de pronto pasó como un rayo a escaso medio metro de mi el incensiario colosal y pude ver reflejado en él los ojos de aquel demonio que me exhortaba, la mirada envuelta en llamas de aquel súcubo infiltrado en medio de tanto pecador, que ahora cambiaba de dirección. Aterrado, me agaché y giré sobre mi mismo, en el fondo de la nave lateral un pobre ser se erguía algo más alto, con más sumisión aún que yo, inducido por la reina hechicera.
Aún me cuesta comprender por qué sólo yo pude verlo, por qué de aquella atestada reunión sólo yo, un ateo casual, fui testigo de cómo el botafumeiro arrancaba de cuajo la cabeza de aquel pobre monaguillo "eunuco", al tiempo que Belzebul personificado en aquella maravilla prodigiosa se desvanecía para siempre fundiéndose con el puro humo blanco que antaño sirviera para desinfectar el improvisado albergue de mugrientos peregrinos tiñiendo el originial ,con su negro carbón, de un gris mundano y triste que parecía bautizar con frívolo polvo a aquella muchedumbre de hambrientos de fe.
Acaso con el mismo polvo en el que se convirtieron antaño los peregrinos ancestrales.
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