viernes, 2 de septiembre de 2011

El botafumeiro gris

Muy a pesar de mi confeso ateísmo, aquella mañana en Santiago no pude evitar cierta elevación santurrona en mi espíritu ante la evocación de un pasado sacro, emanación de tantas comuniones, bautizos y bodas familiares, ahora pasto del pasado.

Aroma de un Bien absurdo e infundado o de un Mal sacrílego, lo que sí sé es que la entrada en la catedral, sacudió mi cabeza resacosa y todo mi cuerpo físico se esforzó en un único objetivo: aclimatar las pupilas a los juegos de luces-sombra en medio de aquella fragancia tan incierta.

El oficio había comenzado y los feligreses abarrotaban el recinto. Feligreses que la noche anterior habían rezado millones de plegarias, otros que habían cogido de las peores turcas de su vida en cualquier tasca de mala muerte y que ahora sudaban dando gracias al Señor, ancianitas que, bajo disfraces ancestrales, reparaban más en los asistentes que en la misa en sí, turistas curiosos y sobretodo peregrinos: creyentes o no.

Nuestro grupillo pertenecía a esta última especie. Mis compañeros no eran muy devotos, pero eso no les impidió jurar en Tierras del Apóstol que el verdadero motivo de su viaje era la fe. Esta pequeña mentira se debía a que si afirmabas hacer el recorrido por la fe, los lugareños te hacían entrega de un diploma con tu nombre en Latín.
A mi modo de ver, esa superchería es absurda, ya que a día de hoy, aquellos polvorientos pergaminos deben de ser pasto del olvido en algún baúl rancio y enmohecido.

Pero bueno el caso es que la visita a la catedral era obligada y como observador imparcial o marginado de la fe, en aquel bullicio, empapábame junto a los míos de las fragancias eclesiásticas y de la curiosidad humana, enterrando el cansacio físico y la resaca en lo más profundo de mi ser.
Pasamos cerca de varios monaguillos que en aquel día tan solemne hacían de seguratas. Hubo uno en especial que con su faz rasurada, sus gafitas y la mirada de severa bondad, se me presentaba como aquellos eunucos de tierras exóticas encargados de la supervisión del harén.
El mismo nos obligó a circular cuando nos quedamos estancados en el pasillo y cuando ya avanzábamos hacia el brazo derecho del crucero acelerados por la típica corriente humana que se da en una dirección en las aglomeraciones, no pude dejar de observar aquel rostro castrado por el bien ejerciendo un papel tan absurdo.

Al fin nos detuvimos. Las piernas ya empezaban a doblarse por arte de magia víctimas de unas rodillas quejumbrosas. Comentábamos algo en nuestra lengua, el catalán, cuando unos viejecitos lugareños y sus hijos cincuentones, que estaban parados detrás nuestro comentaron: "Los catalanes también van a la Iglesia, mira tú por donde..."

El discurso cargado de tópicos seguía por el camino de la amargura y me disponía a entablar una trifulca (por las que ya soy conocido) cuando un rayo de luz violó mis córneas.

Rodeada por cientos de creyentes, en la nave central, una especie de Diosa miró por un instante en mi dirección justo cuando me proponía contestar a los maleducados anfitriones. Mis compañeros sólo pudieron advertir que mi boca permanecía abierta durante varios minutos como congelada y extrañados por mi silencio y falta de ganas de discusión, creo que me hicieron algunas preguntas animados por la excepcional situación y si no me equivoco les hablé de ese espejismo angelical, pero ninguno pareció encontrar a mi zahir en medio de aquel mar de piadosos, ninguno consiguió dar con aquella perfumada cabellera azabache cuya narcótica dueña ahora me daba la espalda.

A partir de entonces sólo recuerdo el intenso olor perfumado de un incienso sacrílego, los tiraboleiros se prepararon para su gran momento y todo el mundo pareció fundirse en una sola visión: la del mítico y plateado incensiario, eterna chimenea de blanquecino humo purificador.
Creo que aproveché ese instante de atención máxima para echar a andar. Digo "creo", porque de todo corazón creo, creo con toda la fe del universo que en aquel momento era un títere de aquel ser venido de los Cielos.
Los presentes parecían no reparar en mí, un ser teledirigido por unos ojos abrasadores que ora me retaban con una sensualidad pecadora y ultraterrena, ora desaparecían para darme la espalda.

Me parece que fue cuando ya había apartado a unas cuantas personas, que me empujaron e imprecaron con contención, que el gran botafumeiro empezó su danza apoteósica.
Los jóvenes tiraban con una fuerza sobrehumana para transmitir con ayuda de las poleas aquellos movimientos ,similares a la precipitación de la guillotina revolucionaria, al gran incensario en el que se reflejaban millones de miradas piadosas, temerosas y víctimas del trance.

Cuando la velocidad ya era vertiginosa, la sonrisa de aquella reina hechicera me sugirió que me alzara, que me alzara hasta el infinito para ver la gracia del Creador, para contemplar a sus siervos febriles y extasiados en la fe purificadora, que me alzara para ver mi cara de ateo, de duda, de incertidumbre en medio de aquella muchedumbre poseeda de un camino verdadero.

Aparté a varios fieles y me hice con un pequeño espacio de un banco, subí primero el pie derecho y apoyando mi peso en él, alcé el otro, ya me iba a erguir cuando de pronto pasó como un rayo a escaso medio metro de mi el incensiario colosal y pude ver reflejado en él los ojos de aquel demonio que me exhortaba, la mirada envuelta en llamas de aquel súcubo infiltrado en medio de tanto pecador, que ahora cambiaba de dirección. Aterrado, me agaché y giré sobre mi mismo, en el fondo de la nave lateral un pobre ser se erguía algo más alto, con más sumisión aún que yo, inducido por la reina hechicera.

Aún me cuesta comprender por qué sólo yo pude verlo, por qué de aquella atestada reunión sólo yo, un ateo casual, fui testigo de cómo el botafumeiro arrancaba de cuajo la cabeza de aquel pobre monaguillo "eunuco", al tiempo que Belzebul personificado en aquella maravilla prodigiosa se desvanecía para siempre fundiéndose con el puro humo blanco que antaño sirviera para desinfectar el improvisado albergue de mugrientos peregrinos tiñiendo el originial ,con su negro carbón, de un gris mundano y triste que parecía bautizar con frívolo polvo a aquella muchedumbre de hambrientos de fe.
Acaso con el mismo polvo en el que se convirtieron antaño los peregrinos ancestrales.

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