Aquel era un día como todos: importante, crucial, necesario. T. se levantaba en una casa o un piso, solo o con una dulce esposa, o con una amante o con los gritos de los niños. Se cepillaría un desayuno cualquiera en el que el té verde seguro que no figuraría en el menú y apostaría a que el café sería el centro.
Podría hacer una descripción parecida y levemente antagónica del despertar de S., pero no me da la gana. Seguimos entonces con T...
Filas de coches, motores que rugen, bocinas, la radio y de pronto en el despacho.
La secretaria le informa en menos de tres minutos de las citas y reuniones de la mañana, él toma tres o cuatro decisiones porque sí y un par de tazas de café más ,que pacientemente ha preparado ella media hora antes.
Gente va, gente viene, se estrechan manos, se hacen bromas, se habla del tiempo y de la familia, del País y sobretodo de lo que nos ocupa: el trabajo. Se usan muchas palabras, se ven innumerables gráficos de colores, presentaciones inmaculadas en powerpoint sin animaciones, con poco texto...como debe ser para llegar mejor al público. Se acuerdan algunas cosas, otras quedan pendientes para dar cabida al día de mañana en el tubo del tiempo.
Le sigue media hora solitaria, se prepara un informe, se leen correos, se permite pensar un segundo en algún detalle de la vida privada, es la hora de comer.
En la mesa de los de Arriba donde se sienta T. se derraman las bromas y anécdotas laborales, se discute un poco de política y se sorbe un café, se levantan con ruido estrepitoso, lamento de las sillas siendo arrastradas y llevan las bandejas, igual que los de Abajo al carrito para tal efecto.
De vuelta a la oficina. La siguiente reunión es en un departamento un tanto alejado. Tendrá que coger el coche. El tiempo de conducción no está incluido en la agenda, no existe por lo tanto. Hay que aproximar la realidad (el timepo real) al modelo humano (la agenda de doce horas) ¿Solución?: pisa el gas a fondo.
En la segunda curva, aparece valiente y somnoliento el microbus de S., sobre el cual ,lector, no sabes nada por mi falta de escrúpulos. Pero resulta que S. conduce un coche comercial, un transporter, un microbus que lleva a algunos de los de Abajo de un lugar de la fábrica a otro punto alejado. Lo lleva desde hace ocho años y con la misma inercia del primer día, mismas paradas, mismos horarios, mismas caras. Va sonando el último hit en la radio "i can't stay high all the time...", los pasajeros se entregan a sus pensamientos en otros planos y solo S. , en parte porque es su deber, ve abalanzarse el deportivo negro de T.
Frenazo y derrape, sacudida en el microbus y tras un segundo eterno de silencio, se oye un portazo y dos seguidos de unos pasos. Nadie pregunta a los pasajeros si están bien, pero están bien. No ha sido para tanto. Un contratiempo nada más.
"¿Es que no tiene ojos en la cara?!", grita desafiante ¿quién? ¿T. o S.? Adivina lector...
"Yo le veía, pero no se puede ir a esa velocidad que usté iba, las normas de circulación aquí son unas"
"¿Las normas de circulación?! ¡Las normas de circulación las pongo yo, idiota!"
"Pues si las pone no se pa' que no las sigue"
Se oye una risa tímida y ahogada procedente del interior del microbus.
"¿Cómo has dicho? ¿Tú no sabes quién soy yo acaso?"
Entonces S. traga saliva, remordimientos le corroen... ¿Y si se ha pasado de la raya? A lo mejor evoca imágenes de sus hijos o la moto que aún está pagando, según sea. Tiene la garganta seca.
"¿No sabes quién soy acaso?" Alguno en el microbus habría susurrado por camaradería, pero es más interesante y tenso así.
S. se empieza a marear y balbucea: "mmm...b..buen.."
"¿No sabes quién soy yo?" Le interrumpe T. y ni S. ni los espectadores "expectaban" lo que viene a continuación, este giro irreparable. Del público hay que decir que a los originarios del microbus se les habían añadido los conductores curiosos parados en las cercanías.
T. empieza a sudar, está blanco como la leche, parece cada vez más, en un dicrescendo infernal, hablar para sí mismo.. Caer en un pozo dando vueltas
"¿Quién soy yo? ¿Quién? ¿QUIENNNNNNN?!!! ¿Acaso no lo sé? ¿Quién?!!!".
S. también suda un chorro. Parece un campeonato de sudor.
Y entonces...un llanto desgarrador, un desplome de pelele, una catarata infinita aniquiladora, algún espectador deja caer alguna lágrima, otros se resisten y la mayoría solo siente intriga al ver como se desploma el señor trajeado encima de los brazos del conductor del bus.
Minutos después, una ambulancia surca el aire por las calles de la gran empresa. Su sirena son las campanadas en el corazón de S. y el derribo total de T.
Meses después, escudado en la templanza y control de la situación de S. y la voluntad de corazón del ya sano T. se cierra el contrato más rocambolesco de los tiempos modernos, por el cual el manager conviértese en simple conductor de línea y el conductor deviene alto directivo. Curioso y bizarro cambio de cromos, vuelta a la tortilla que tiene las siguientes consecuencias en el futuro de los protagonistas:
T. cree que es feliz y se propone aguantar con su nueva y fresca mente las bromas de los malignos pasajeros, el vulgo.
S. cree que está donde se merece y le gusta pensar que cada día llevará una corbata distinta, además la secretaria es del montón para arriba.
La secretaria no entiende nada y le molesta un poco, "que al bruto del nuevo jefe le guste el café con leche del tiempo y un par de pastelitos" que ha de ir a buscar al comedor a diario, como si ni tuviera" ella "cosas que hacer".
El lector cree que es todo un disparate sin pies ni cabeza.
Y el humilde autor se defiende con el ejemplo de un presidente de Gobierno que fue autobusero.
El vulgo es vulgo. Somos vulgo y así seguirá.
sábado, 31 de enero de 2015
Cuento de las nieves
"Recordad: el suelo resbala" o algo así más o menos decía el letrero en alemán. Cuanto más iba avanzando por el suelo flotante de madera, más innecesario se me hacía el aviso. Pero bueno, en tan adverso clima cualquier sobredosis de protección es buena, imagino. En la ropa: Mallas térmicas, tejano, otro pantalón encima...en el trato social: mirada desde lejos, pocas palabras, dos manos estrechándose, acto más fiel a su origen: presentar la ausencia de armas, que a la fraternidad entre coetáneos.
Sea como fuere o fuere como sea, un frío de la leche y tan blanco como la misma, sí. Primera nevada en Braunschweig, fortín del norte de las Germanias. Allí mismo estaba yo a las nueve de la mañana de un sábado en medio de aquel ballet de copitos de nieve.
La acumulación de nieve es en su época de gestación una maravilla de nuestro planeta y así caminaba por la calle principal alegre como un idiota con el calor del desayuno y la hospitalidad del piso que dejaba aún en el cuerpo.
La calle era a esas horas mía, de una china que paseaba a su bebé (ella sabría) y un cartero deseoso de que estiraran la pata todos los valientes supervivientes de la generación senil para poder dedicarse solo en cuerpo y alma a tareas ofimáticas, en el calor que brindaban cuatro paredes.
Como el hombre no iba a explicarme todo eso por el mero hecho de coincidir en ese tramo del mantel planetario, seguí mi camino aún soñoliento y un poco mareado por el ataque constante de gélidos grumos. Era terrible la derrota del azul en aquellas tierras, ni un hueco quedaba en el cielo. Hasta el gris se había echado atrás y se daba por aclarado y ya todo: cielo, tierra, coches, calles, transeúntes...no éramos más que átomos níveos, partes aún divisibles, pero si acaso en más blanco, de un blanco absolutista.
Crucé la calle alentado por ese muñequito rojo que en lo alto de un poste, casi crucificado, y aún para más inri envuelto de un sarcófago amarillo, color del puro aburrimiento, se resistía a ceder un palmo más a la fría pulcritud.
Estaba ya en la callejuela del Greifhaus, rocódromo y centro social de las artes alpinas. Una pared de ladrillos larga y los edificios grandes de metal con inmensas trompas escupiendo al cielo, hacían de ese callejón el cuadro dickensiano por excelencia. Poco tenían que escupir esas trompas en el infinito cielo, parecía como si un ingente cacahuete se hubiera atascado en medio de las largas narices.
Yo olía solo a frío y entre el rocódromo, también fábrica reconvertida, y el club de pesca que se le oponía, me sentía el último habitante sobre la faz de la tierra. Cierto es que dentro del Greifhaus estaban varios conocidos ya de bien temprano manos a la obra preparando nuevas rutas para alguna competición, pero todo lo que pasaba entre las paredes no era el mundo. Era como seguir en el útero, caliente y sin querer afrontar la vida.
Así que cual no iba a ser mi estupefacción aspirante a terror, cuando un hilito de pisadas se resistía burlona a la invasión del ejército de las nubes y a mi propia libre creatividad, existencia y sentido en la vida. Mi coche estaba a penas a cien metros, no lo podía ver, estaba detrás de la esquina. A eso había venido, a buscar el coche. Pero el fin a veces poco importa. En ese justo momento en que mi mente aún volaba imaginando el interior del rocódromo, intuía de alguna forma, por algún tipo de energía que fluye avanzada a nuestra mente, que mi vida en ese mismo instante era pintar la callejuela con mis pies, dejar rastro de mí, sublevarme maldita sea! Al menos en una pequeñez así. De eso dependía mi felicidad, y lo sabía. Y probablemente el que la había pisoteado con un corazón más frío que la nieve también.
Maquinalmente empecé a emular sus pasos. A cada paso mi mente iba pesando: ¿será una mujer o un hombre? Los pasos son cortos...ha de ser una señorita. O tal vez un anciano...o alguien en extremo paciente, muy obcecado en chafarme la guitarra. Eso solo se hace por oficio o por pasión...un gnomo o un troll expatriado de Suecia a Alemania con dietas, y aviones y todo incluido.
Hasta aquí mi mente.
Mi corazón bombeaba como si no hubiera mañana, podía notar la sangre fluyendo a raudales desde los dedos de los pies hasta la sien, y me sentía en otro cuerpo, creía ver en mis pies ora unas botitas diminutas ora unas garras de fiera, pero que se amoldaban al paso lento y concienzudo del maligno. En el camino debí dejar mi coche a mano derecha. Durmiendo como estaba, ni pudo preguntarse que haría el botarate que normalmente se subía en él, le apretaba los órganos, le daba de comer...estaría soñando en alguna limusina o 4x4...queremos lo que no somos, y los autos no iban a ser la excepción.
Así pasé por ahí mudo y aplicado en mi tarea, aunque el corazón empezaba a pasarse de vueltas y ya un mareo subía del estómago a la cabeza y parecía que solo me servían las piernas. Así pasaron varios años en mi mente, en una especie de equilibrio en la cuerda floja pintada en el suelo. Yo y el frío polar. El frío polar y yo. De pronto el polo cambió y los pasitos, ya no eran tan pasitos.
Recuerdo todo como una alucinación, un mar blanco, un desierto marcado, infinito y blanco, blanco, blanco. Ahora, desde luego, a la distancia entre huellas ya no se le podía llamar pasos, eran zancadas, hecho que mi cuerpo parecía asimilar con total naturalidad, se adaptaba como una mano al guante y en cada aterrizaje de mis pies había algo de deidad felina en mí y el torrente de sangre volvía a apretar con un nuevo despegue. Me podía notar la cara roja, el aliento entrecortado, ahora creía haber avanzado tres kilómetros, mi coche estaría ya casi en otro mundo bajo el mismo manto blanco, los escaladores aún más lejos, cien metros más que mi fiel Rocinante pero ajenos a la vida, y... respiración, salto, amortiguamiento, náuseas, salto, amortiguamiento, estaba cerca del maldito o bondadoso, poderoso y enigmático ser, lo presentía estaba cerquísima, salto, amortiguamiento, salto, amortiguamiento, salto, amortiguamiento... Y de pronto...la marcha aminoraba, la cadencia reculaba, el ser trascendental se moría, se cansaba, se apagaba en medio de la blancura...ya pronto estaría de nuevo dando pequeños pasitos, sin finalidad, pero meticulosos...lo presentía, estaba llegando, a cien kilómetros del origen. ¿Tendría ya barba? Y de súbito llegamos: me estanqué. Dos huellas paralelas por primera vez me miraba sardónicas. Miré el punto final conteniendo el aliento y pensé "acabemos con esto". Nada más entrar en contacto con las marcas finales, tuve la revelación.
Levanté la vista y estaba en el mismo tramo, la calejuella del rocódromo. Los pasitos del principio seguían indelebles como estrellas negras en el cielo blanco. Aterrado miré atrás y vi los pasos largos que acababa de seguir igualmente brillando de oscuridad. En el mundo tangible, había dado solo una vuelta de dos cientos metros en total. Un círculo perfecto, un anillo del retorno, un ciclo definitivo..."a ver..." la mente pedía un explicación "llegaba yo por esta callejuela, rocódromo, chimeneas, club de pesca y entonces..." Obedeciendo a mi mente, mi cabeza giró para ver adelante: nieve, fría, blanca, impoluta, virginal, sin mácula, limpia nieve del alma, ni un solo paso.
Se abrió una puerta a mi derecha, un tufo a entrañas me invadió y sacudió todo mi ser, entonces una mano amiga y escaladora se posó en mi hombro: "Jorge, ¿qué haces aquí parado con este frío?"
Sea como fuere o fuere como sea, un frío de la leche y tan blanco como la misma, sí. Primera nevada en Braunschweig, fortín del norte de las Germanias. Allí mismo estaba yo a las nueve de la mañana de un sábado en medio de aquel ballet de copitos de nieve.
La acumulación de nieve es en su época de gestación una maravilla de nuestro planeta y así caminaba por la calle principal alegre como un idiota con el calor del desayuno y la hospitalidad del piso que dejaba aún en el cuerpo.
La calle era a esas horas mía, de una china que paseaba a su bebé (ella sabría) y un cartero deseoso de que estiraran la pata todos los valientes supervivientes de la generación senil para poder dedicarse solo en cuerpo y alma a tareas ofimáticas, en el calor que brindaban cuatro paredes.
Como el hombre no iba a explicarme todo eso por el mero hecho de coincidir en ese tramo del mantel planetario, seguí mi camino aún soñoliento y un poco mareado por el ataque constante de gélidos grumos. Era terrible la derrota del azul en aquellas tierras, ni un hueco quedaba en el cielo. Hasta el gris se había echado atrás y se daba por aclarado y ya todo: cielo, tierra, coches, calles, transeúntes...no éramos más que átomos níveos, partes aún divisibles, pero si acaso en más blanco, de un blanco absolutista.
Crucé la calle alentado por ese muñequito rojo que en lo alto de un poste, casi crucificado, y aún para más inri envuelto de un sarcófago amarillo, color del puro aburrimiento, se resistía a ceder un palmo más a la fría pulcritud.
Estaba ya en la callejuela del Greifhaus, rocódromo y centro social de las artes alpinas. Una pared de ladrillos larga y los edificios grandes de metal con inmensas trompas escupiendo al cielo, hacían de ese callejón el cuadro dickensiano por excelencia. Poco tenían que escupir esas trompas en el infinito cielo, parecía como si un ingente cacahuete se hubiera atascado en medio de las largas narices.
Yo olía solo a frío y entre el rocódromo, también fábrica reconvertida, y el club de pesca que se le oponía, me sentía el último habitante sobre la faz de la tierra. Cierto es que dentro del Greifhaus estaban varios conocidos ya de bien temprano manos a la obra preparando nuevas rutas para alguna competición, pero todo lo que pasaba entre las paredes no era el mundo. Era como seguir en el útero, caliente y sin querer afrontar la vida.
Así que cual no iba a ser mi estupefacción aspirante a terror, cuando un hilito de pisadas se resistía burlona a la invasión del ejército de las nubes y a mi propia libre creatividad, existencia y sentido en la vida. Mi coche estaba a penas a cien metros, no lo podía ver, estaba detrás de la esquina. A eso había venido, a buscar el coche. Pero el fin a veces poco importa. En ese justo momento en que mi mente aún volaba imaginando el interior del rocódromo, intuía de alguna forma, por algún tipo de energía que fluye avanzada a nuestra mente, que mi vida en ese mismo instante era pintar la callejuela con mis pies, dejar rastro de mí, sublevarme maldita sea! Al menos en una pequeñez así. De eso dependía mi felicidad, y lo sabía. Y probablemente el que la había pisoteado con un corazón más frío que la nieve también.
Maquinalmente empecé a emular sus pasos. A cada paso mi mente iba pesando: ¿será una mujer o un hombre? Los pasos son cortos...ha de ser una señorita. O tal vez un anciano...o alguien en extremo paciente, muy obcecado en chafarme la guitarra. Eso solo se hace por oficio o por pasión...un gnomo o un troll expatriado de Suecia a Alemania con dietas, y aviones y todo incluido.
Hasta aquí mi mente.
Mi corazón bombeaba como si no hubiera mañana, podía notar la sangre fluyendo a raudales desde los dedos de los pies hasta la sien, y me sentía en otro cuerpo, creía ver en mis pies ora unas botitas diminutas ora unas garras de fiera, pero que se amoldaban al paso lento y concienzudo del maligno. En el camino debí dejar mi coche a mano derecha. Durmiendo como estaba, ni pudo preguntarse que haría el botarate que normalmente se subía en él, le apretaba los órganos, le daba de comer...estaría soñando en alguna limusina o 4x4...queremos lo que no somos, y los autos no iban a ser la excepción.
Así pasé por ahí mudo y aplicado en mi tarea, aunque el corazón empezaba a pasarse de vueltas y ya un mareo subía del estómago a la cabeza y parecía que solo me servían las piernas. Así pasaron varios años en mi mente, en una especie de equilibrio en la cuerda floja pintada en el suelo. Yo y el frío polar. El frío polar y yo. De pronto el polo cambió y los pasitos, ya no eran tan pasitos.
Recuerdo todo como una alucinación, un mar blanco, un desierto marcado, infinito y blanco, blanco, blanco. Ahora, desde luego, a la distancia entre huellas ya no se le podía llamar pasos, eran zancadas, hecho que mi cuerpo parecía asimilar con total naturalidad, se adaptaba como una mano al guante y en cada aterrizaje de mis pies había algo de deidad felina en mí y el torrente de sangre volvía a apretar con un nuevo despegue. Me podía notar la cara roja, el aliento entrecortado, ahora creía haber avanzado tres kilómetros, mi coche estaría ya casi en otro mundo bajo el mismo manto blanco, los escaladores aún más lejos, cien metros más que mi fiel Rocinante pero ajenos a la vida, y... respiración, salto, amortiguamiento, náuseas, salto, amortiguamiento, estaba cerca del maldito o bondadoso, poderoso y enigmático ser, lo presentía estaba cerquísima, salto, amortiguamiento, salto, amortiguamiento, salto, amortiguamiento... Y de pronto...la marcha aminoraba, la cadencia reculaba, el ser trascendental se moría, se cansaba, se apagaba en medio de la blancura...ya pronto estaría de nuevo dando pequeños pasitos, sin finalidad, pero meticulosos...lo presentía, estaba llegando, a cien kilómetros del origen. ¿Tendría ya barba? Y de súbito llegamos: me estanqué. Dos huellas paralelas por primera vez me miraba sardónicas. Miré el punto final conteniendo el aliento y pensé "acabemos con esto". Nada más entrar en contacto con las marcas finales, tuve la revelación.
Levanté la vista y estaba en el mismo tramo, la calejuella del rocódromo. Los pasitos del principio seguían indelebles como estrellas negras en el cielo blanco. Aterrado miré atrás y vi los pasos largos que acababa de seguir igualmente brillando de oscuridad. En el mundo tangible, había dado solo una vuelta de dos cientos metros en total. Un círculo perfecto, un anillo del retorno, un ciclo definitivo..."a ver..." la mente pedía un explicación "llegaba yo por esta callejuela, rocódromo, chimeneas, club de pesca y entonces..." Obedeciendo a mi mente, mi cabeza giró para ver adelante: nieve, fría, blanca, impoluta, virginal, sin mácula, limpia nieve del alma, ni un solo paso.
Se abrió una puerta a mi derecha, un tufo a entrañas me invadió y sacudió todo mi ser, entonces una mano amiga y escaladora se posó en mi hombro: "Jorge, ¿qué haces aquí parado con este frío?"
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