La naturaleza me hizo niño y así sigo. Por los caminos que recorro, todos diferentes y todos parecidos, me sorprendo una y otra vez, me oprime la inocencia. No son sólo las melodías que fluyen por el aire, ni los parajes más insólitos y bellos lo que más me transtorna. Es una piedra. Y aunque la forma varíe, aunque tenga otro color, otros rasgos, su última esencia es la misma. Es una piedra que emite calor y luz. Y cada vez que vuelvo a tropezar con ella me vuelvo a sorprender, se ha convertido en mi infantil obsesión, solo quiero tenerla, tenerla para mí. Su magnetismo es infinito, inevitable.
En estos caminos, por elevados que sean, las piedras son las mismas que allá abajo, y el resto de mandriles que por ahí purulan también sacan uñas y dientes para hacerse con ellas. La naturaleza me hizo niño y si algún día creí que era hombre, solo era un señuelo, la verdadera ley natural me tendió una trampa para perpetuar la infancia.
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