Caminábamos por las Ramblas de Barcelona. Era un Domingo y sólo habían turistas por todos lados.
Caminábamos cogidos de la mano y ella parecía divertirse con cada tienda de animales con la que nos topábamos. Mirábamos las jaulas una a una, las chinchillas eran sus preferidas.
Era el principio de otoño, y las hojas ocres y marrones de los plataneros cubrían el suelo.
Las múltiples estatuas humanas, los magos nos deleitaban con sus espéctaculos a cambio de las monedas de unos sorprendidos "guiris", provistos de gorras, sombreros de cuernos de toro, abanicos....por los típicos periódicos.
Absorto en mis pensamientos, caminaba guiado por su brazo decidido. -Como me gustaría no conocer a nadie en esta ciudad, estar solos, ella y yo, como hoy entre el mar de desconocidos-
Me sorprendió el tirón que me dio y al girarme comprendí que el "follonero" de la calle, un payaso que molestaba con sus burlas y sus groserías a cuántos caminaban despistados, estaba acechándonos.
Ya alejados del peligro nos concentamos en nuestra parte favorita, los artistas de las ramblas.
La precisión de las caricaturas, de los retratos era sorprendente, nos entreteníamos identíficando las caras de los famosos, ella adivinaba la mayoría.
Miramos los precios para encargar algún día un dibujo de los dos, pero era bastante caro así que nos consolamos diciendo que más adelante, para una fecha especial. Y ahora, desde la distancia, me digo con mezcla de sátira y de pena ¿Y qué fecha más especial que la de entonces?.
Nos desvíamos hacia una callejuela, donde estaba el museo de cera, y entramos en un local cercano, en el bosc de les fades.
Inmersos en el bosque y su oscuridad tomamos una cerveza y compartimos un bocadillo de fuet. Entre tantos árboles "postizos" y farolillos dejabamos volar nuestra pueril imaginación, bromeando acerca de duendes malvados y hadas seductoras.
Acabamos el recorrido en la plaça portal de la pau .Yo escuchaba su anécdota que trataba de cómo sus padres la habían tenido algo abandonada de pequeña, y el relato me entristeció a la par que me inspiró un deseo de ternura y protección antes desconocidos en tanta potencia. Le prometí cuidarla, le dije que siempre me tendría a mí. Pasara lo que pasara. Todo palabras, me digo hoy.
Cuando estábamos ya cerca de la plaza, donde descansaban los duros leones, vi a dos guárdias, de amarillo fosforecente.
En otro lugar su presencia me hubiera incomodado, por mi carácter que me obliga a detestar la violencia que puede suponer la autoridad en según qué circunstancias, pero aquí en las Ramblas, lugar predilecto de los chorizos y rateros que aprovechan el despiste de los foráneos para robar a mansalva ,casi agradecía la sensación de seguridad que inspiraban.
De pronto ,nos ordenaron deternos. ¡Qué extraño! ¡Si eramos personas normales en apariencia, quiero decir, no se podía sospechar nada malo de nosotros! Noté su mano algo más húmeda de lo habitual, estaba asustada, lo sabía.
Sin previo aviso uno de ellos, el de perilla y gafas oscuras, se abalanzó sobre mi. Forcejeamos y mientras vi cómo el otro le ponía las manos encima a ella. ¡A ella que era un ángel caído a la Tierra! Intente dialogar, pero nadie me escuchaba, para mi sorpresa, los turistas en lugar de quedarse mirando la escena con mezcla de curiosidad y asombro, como siempre hacen en estos casos de forcejeos o accidentes, ni se inmutaban. Estabamos perdidos y los peatones parecían no reparar en el abuso. La oía gritar, pero yo ya estaba maniatado cuando se la llevaron en aquel furgón, su mirada de niña indefensa se clavó en mis ojos reprochando el incumplimiento de mi promesa de protección, esa imagen la llevo grabada con más precisión y vericidad que la de cualquier artista de aquella tarde, o de cualquier lugar, la veo por las mañanas de verano y primavera, en el ocaso otoñal, en las frías noches de invierno, la veo, porque esa es mi condena.
Como Prometeo sufro y sufriré eternamente y la ligué conmigo en mi castigo, arrástrandola a la frialdad de este mundo, todo por mi insensatez, porque pretendí calentar su corazón con el fuego de los Dioses.
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