Un nuevo amanecer. Todo un día por exprimir. Caminaba alegre y embriagado del frío matinal. La temperatura ideal: en las manos no había buena circulación de sangre y estaban tornándose violetas, la nariz era como un punzón de hielo y los ojos estaban abiertos lo justo para intuir los diferentes obstáculos: farolas, papeleras, bordillos... El contraste de temperatura era abrumador, el cráneo era el guardián entre esos dos mundos: el frío adormecedor del aire y el vapor que emanaba del efervescente cerebro impregnándose en las paredes.
La calle estaba vacía, era muy temprano aún. Tan sólo se oían sus pasos y el hipnotizante sonido de su bastón tocando el suelo a un ritmo concreto.
Con las tres piernas pronto llegó a su destino: se sentó en el banco de la avenida más transitada de la ciudad, aunque a esa hora no circulase ni un sólo coche, aunque a esa hora no caminase ni un peatón.
En el banco abrió su cartera de cuero marrón que estaba ya desgastada de tantos trajines, se sacó la gabardina y el sombrero y los dejó tirados por el suelo. ¡Sin ningún remordimiento!. ¡Así! ¡Por el suelo! ¡Cómo si fueran basura!. Sacó todos los papeles que necesitaba y empezó a garabatear palabras. Estaba inspirado y parecía que en todo el cruel asfalto él sólo veía montañas más bajas que en la que estaba sentado trabajando con ímpetu.
Ya eran las doce del mediodía y aún no había levantado la vista de sus anotaciones, ni un sólo instante. Estaba completamente dominado por un ritmo frenético sobrenatural.
Ahora si que había movimiento en la calle, la gente, bien abrigada, había salido a pasear con niños, sin niños, con perros, dueños con perro, perros con dueño...lo que cualquiera se puede imaginar por una gran calle transitada.
El viejo en su derroche erudito había empezado a escribir fórmulas matemáticas. Ya llevaba escritas una buena cuenta de hojas, que había ido amontonando a su derecha. Un punto final más... y otro escrito humeante a la pila.
De pronto apareció una sombra que privaba al hombre de su hasta entonces insuficientemente estimada iluminación. Pero ni se inmutó, forzó un poco la vista para adaptarse al nuevo suministro de luz.
Era una mujer la que estaba parada como una estátua delante del banco. A través de sus gafas examinaba perpleja el frenesí reinante. Así pasaron diez minutos, cada uno a lo suyo, el hombre garabateando sin parar y la mujer allá parada boquiabierta. Al fin Eva, pués ése era el nombre de la mujer, le susurró: " ¿Le importa si me siento aquí, a su izquierda?" El hombre no dio muestras de querer conversar, pero tampoco parecía violento, así que Eva se sentó a su izquierda. Al rato, apareció una nueva sombra que examinaba con interés a aquel hombrecillo que ahora se había hecho con un cartón en el que estaba escribiendo con un rotulador letra de máquina. El nuevo curioso intercambió algunas palabras con la mujer refiriéndose al hombre como si no estuviera presente (lo cual se aproximaba mucho a la realidad). El artista ni se inmutó cuando el hombre con la barra de pan y el periódico bajo el brazo, se sentó en el respaldo derecho del banco.
Ahora, entre las posesiones del hombre desparramadas por el suelo y ésos dos curiosos ahí sentados, la escena ya merecía la atención del gran público. Tres niños se sentaron encima de la gabardina, justo a los pies del genio. Una hora más tarde ya eran diez personas las que seguían en silencio el ruido que hace el lápiz con el papel cuando se escribe con espíritu. Otro más se unió : " ¿Le importa? " , a falta de respuesta los curiosos menearon la cabeza dando a entender que siempre cabía uno más. Y no sólo uno más, así se fueron sentando hasta cien personas, o eso dicen, que por lo que yo se, podrían ser más. Ya eran tantas que se habían empezado a poner unas encima de otras, pero el hombre parecía no darse cuento de ese tumúlto asfixiante que se estaba formando a su alrededor, él estaba en la cima. Poco a poco se fueron aglomerando, la imágen era de un documental, parecían insectos. Ya no se podía ni siquiera ver la cara del hombre, estba enterrado entre tal masa de bípedos y el calor era asfixiante, ni rastro ya de aquel frío alentador. De pronto todo se vino abajo, y fue como una estampida. Cada uno corrió como pudo en la dirección que pudo. Había llegado la policía, cuando el teniente se bajó del coche y se acercó al banco de dónde habían salido disparadas tantas personas sólo habían una garbadina vieja, un sombrero, un bastón y un gran cúmulo de trozos de papel , minúsculos e ilegibles.
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