Un silencio bastante incómodo dentro del ascensor que llevaba a la planta ocho de aquel edificio parecido a un hospital. Eran las tres de la tarde y las miradas nerviosas hablaban por sí solas.
Al fin el timbre que anunciaba el final del trayecto y se bajaron todos sin mediar palabra.
Esperaron algunos minutos antes de que aquel hombrecillo calvo, y armado con esas enormes gafas les "invitara" a pasar.
El rebaño siguió al mentor de bata blanca pasando el viejo laboratorio repleto de "chismes" . Algunos aprovechaban la marcha para echar un último vistazo a las hojas que llevaban ya arrugadas en forma de cilindro.
Entraron en la habitación, era una pequeña sala cuyo corazón estaba representado por una pizarra, un proyector y una tarima. Enfrente, unas incómodas sillas de madera con "apoyabrazos". El hombrecillo tomó asiento en la primera fila y los demás se dispersaron por el aula. Después de contar a los alumnos con la mente, dictaminó: " Falta uno, esperaremos" y se hizo el silencio más incómodo de aquel año.
Pasados cinco minutos llegó la oveja descarriada, se disculpó mientras buscaba sitio a toda prisa y después de la tos intencionada del profesor empezó el juego.
" Martín Laurel y José Pastor", de inmediato se levantaron como dos robots rígidos dos jóvenes hasta entonces acomodados en la tercera fila y en seguida empezaron a tocar el ordenador para preparar las diapositivas.
Aunqe al comienzo estaban algo nerviosos, dejando escapar algún que otro gallo, consiguieron salir del paso y después de los diez minutos de ataques del gafotas criticando casi cada diapositiva acabó el sufrimiento para ellos. Los demás, que no habían escuchado más que la introducción volviendo luego cada uno a sus peores temores, no dudaron en aplaudir para llenar aquel vacío vital y de paso asegurarse la misma recompensa en el futuro más próximo por parte de los ahora homenajeados.
Se repitió la situación sólo que con otros dos nombres, y que ahora los que habían sufrido ya la pena, dejaban volar su mente lejos de aquellas cuatro paredes. Hacía verdadero calor y la situación monótona era cada vez más insoportable.
Cuando ya se habían sucedido cinco o seis parejas la estancia era la viva imagen del bochorno infernal, y subió a la tárima un joven con larga melena rubia, muy huesudo y envuelto en una camiseta, que más parecía un saco, por lo poco que la llenaba su propietario y lo ancha que era.
Explicó antes de empezar la presentación con una voz ronca y un tono calmado que su compañero había dejado la asignatura a causa de su frustración después de suspender las pruebas parciales y que le había tocado tirar del carro a él solo.
Esta anomalía llamó la atención de todos aquellos soñadores que ya habían cumplido a la par que la de los flanes y gelatinas humanas que esperaban su turno, de pronto todos callaron y sólo deseaban mirar a aquel melenudo tan peculiar.
Después de una breve amonestación por parte del señor Morancho, pues así se llamaba el profesor de termodinámica, reprochando que ese cambio de planes debería haberle sido comunicado con antelación, empezó la presentación.
De pronto el joven sacó del bolsillo de su tejano una especie de flauta de madera ornamentada con extraños símbolos y sin que le diera tiempo al sr Morancho ni a ninguno de los presentes a reaccionar, empezó a entonar una melodía hipnótica, un ditirambo.
Nadie puede explicar aún cómo ocurrió, pero la mágica melodía que todo lo impregnaba se amplificó con el retumbar de unos tambores que parecían venir de un sitio muy lejano, a pesar de estar el edificio en las afueras de la ciudad.
Era una danza frenética, que ayudaba a aguantar el calor curiosamente aumentando la presión sanguínea de los hipnotizados participantes, pues ya todos bailaban encima de las sillas con ojos desorbitados, haciéndolos sudar en exceso, aliviándolos, fundiéndolos con el propio calor del centro de la Tierra.
En la pared el proyector transmitía la imagen de un hombre con semblante orgulloso, con un rostro poblado por un poderoso bigote: era Friedrich Nietzsche.
Todos danzaban delante de aquella especie de altar que era el rostro del filósofo. No se bien cuando sucedió, pero a partir de cierta nota, los poseídos provistos de grandes martillos negros con cabezas incandescentes empezaron a destrozar los cristales de las ventanas, todos siguiendo el sempiterno ritmo, y así fue como entró en el habitáculo una voraz ráfaga de viento, que exaltó aún más a todos.
El joven de la melena rubia contemplaba la escena con serenidad fumando,contemplaba la escena con ojos algo cansados, sacó de su bolsillo izquierdo una pistola, se la llevó a la sien, y se pegó un tiro. Ése fue el motivo del gran estruendo extático que precedió al gran silencio.
Cuando volvieron en sí, la visión del grave rostró del filósofo alemán y el fino hilo de sangre que se dibujaba en la sien de aquel crucificado de melena rubia, causaron grandes transtornos y delirios (también de grandeza) a todos, hasta el punto de que no creo que ninguno se haya recuperado aún a día de hoy: algunos están en prisión, otros en manicomios, algunos son mendigos y otros se han hecho poetas y quién sabe cuántos correrán la misma suerte que aquel joven.
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