En un pequeño pueblo del sur de Francia un destartalado carruaje avanzaba ya pasada la medianoche a toda prisa. De pronto al llegar a la linde de lo que parecía un espeso bosque pararon los famélicos corceles y un bulto fue arrojado al fango.
- ¡Como vuelvas por el pueblo Michelle no será tan benévola como esta noche y será un placer cumplir órdenes exterminando a una rata como tú!- vociferó un hombre que por su talla parecía más un rinoceronte, escupió al bulto, le lanzó algo brillante y pesado y después de un chasquido de látigo el carruaje arrancó a toda prisa, dejando una nube de polvo.
El bulto tardó un rato en recuperar la conciencia, debía de tener todos los huesos fracturados o al menos todos menos el de la nariz, el más fiel de los huesos de toda su osamenta. El hombre se deshizo del saco y se arrastró algunos metros donde se sentó en un resto de árbol.
Con el pulgar y el índice de la mano derecha se sujetó la nariz y con ella toda la cabeza reposaba encima de las yemas de estos dos dedos ocultando la abundante cabellera el rostro del hombre, cuando la sangre ya empezaba a congestionar la cabeza de un ágil golpe de nuca la echó hacia atrás y entonces resonó en el silencio de la noche una gran carcajada, de esas que empiezan en lo más hondo del pecho.
Acto seguido esputó con asco y de pronto como si acabara de despertar de un intenso sueño comenzó a observar lo que le rodeaba. Reinaba la oscuridad, pero los árboles frondosos eran apreciables a larga distancia, y en el suelo había un mar de hojas secas, era otoño.
De pronto el joven pareció acordarse de algo de vital importancia y se tiró de cuatro patas al suelo rastreando por el mar de hojas como un poseso. Al fin encontró lo que parecía una bola de cristal de unos veinte centímetros de diámetro. De nuevo rió con una estrepitosa carcajada. Se acercó la bola a la sien y encajó a la perfección, con una hendidura en la parte izquierda de la frente.
Con una sonrisa la dejó caer a sus pies y en su rostro se personificó la Seriedad.
" Un pueblo menos" se dijo y se concentró en sus recuerdos, tanto que ya apenas era una piedra más del bosque, una piedra barbuda y melenuda.
Pero algo acabó con las cavilaciones, una lechuza se avalanzó en una caída impecable sobre el objeto brillante y esférico, lo agarró con las dos patas como por arte de magia debido a las dimensiones de la bola y tras soltar un chillido se perdió en la profundidad del bosque volando muy bajo y dejando como rastro un halo brillante.
Sin pensárselo dos veces el ruinoso propietario del objeto arrancó a la pata coja siguiendo por el camino que llevaba al corazón del bosque.
Largo rato siguió el joven al ave, guiado sólo por el ruido de las alas, ya debían de haber recorrido más de lo que había recorrido en su último viaje de aldea a aldea y a pesar de sentirse extrañamente empujado por la fuerza de la bola, empezaba a desfallecer.
Se rindió y notó todo su cuerpo agarrotado, la cara apoyada en el suelo. La lechuza se había parado en un árbol, bajó con majestuosidad hasta que sus patas tocaron tierra y las garras soltaron la bola a una distancia inalcanzable para su persecutor. El ave giró la cabeza y clavó sus anaranjados ojos en las pupilas del joven.
La bola rodó lentamente y los dos seres observaron el rodar en silencio y de vez en cuando intercambiando alguna que otra mirada.
De pronto un estrépito de hojas secas evidenció el ataque de un zorrillo famélico que había aprovechado la ocasión para procurarse un tentempié. Se avalanzó sobre la lechuza con aire juguetón, mientras la bola se empezaba a perder por un camino que llevaba directo a una especie de cueva, sin pensárselo dos veces el joven agarró un palo y descargó todas sus últimas fuerzas en un castañazo que partió el cráneo del zorro en dos.
Para aquel entonces la lechuza estaba ya más despellejada que muchas ratas de la pestilente ciudad. El joven echó una rápida mirada a la bola justo en el momento en que está se perdió por la cueva.
Exhausto y convencido por un presentimiento de que la cueva no tenía pérdida encendió un fuego a esas horas y se comió a los dos trofeos.
Cuando hubo apurado la última costilla del esmirriado zorro ya se sentía mucho mejor y con fuerzas para rescatar la bola y salir de una vez por todas de aquel sombrío lugar.
La cueva era más pequeña de lo que parecía a lo lejos y tuvo que agacharse para entrar, estaba todo bastante oscuro a pesar de la antorcha que llevaba consigo.
El rostro del joven palideció y su pierna derecha empezó a temblar con violencia, en la pared habían inscripciones, se acercó bastante porque tenía un ojo cerrado del todo a causa de la paliza y pudo leer bajó el tembloroso reflejo del fuego notas musicales. ¡ Sí eso era, eran notas musicales!
Empezó a tararear la música al tiempo que tanteaba la pared con la mano sometido a una gran excitación, pues él como bohemio e ilusionista de tercera que era, dicho sea de una vez por todas, era un amante del arte, y aún más de lo sobrenatural.
Cuando las notas se acercaban al cuerpo de la melodía el joven resbaló y cayó por un tobogán de barro y fue a parar a un lugar húmedo. Se levantó, cerró los ojos e intentó recordar la mágica melodía, pero no pudo, al menos por unos instantes, cuando parecía que la empezaba a intuir dejó de tararear y se percató que las notas no las emitían sólo sus cuerdas vocales si no que le acompañaban unas arpas.
Por primera vez abrió los ojos y se encontró en la orilla del mar, al menos las olas y la arena así lo afirmaban. Más tarde le asegurarían que estaba en una isla remota.
Por un momento olvidó la música introductoria y se lanzó al agua con desesperación.
Lloraba y reía a ratos, daba saltos de alegría, y chapoteaba como un niño. Sentía la sal por todas las partes de su cuerpo campando a sus anchas, cicatrizando las heridas y dominando la lengua y los lágrimales.
Se llevó la mano a la barbilla para acariciarse la barba y para su sorpresa encontró piel. De inmediato se tocó la cabeza y como temía no había rastro de la melena. Miró el reflejo que le ofrecía el mar y se vio como un joven mancebo romano.
Justo en ese preciso momento dos jóvenes muy bellas salieron de las profundiades marinas y le cogieron por los dos brazos, le acompañaron a la orilla y le vistieron con una cómoda túnica. Las dos reían mientras tarareaban acompañando a las arpas. Las dos le dieron un fogoso beso mordiendo el labio del joven y entre caricias se despidieron de él. Decidió no seguirlas, por instinto. Y se sentó en la arena disfrutando del vaivén de las olas y del deleite musical.
Pronto entraron en escena lo que parecían unas flautas muy dulces, y empezó a sentirse como una serpiente encantada. Unos centauros bailaban alrededor de una gran hoguera al tiempo que tocaban los instrumentos.
Danzaban de una manera muy extraña y a la vez muy natural, parecía más que una danza, un sistema respiratorio, y cada movimiento del grupo un suspiro. Algunas tortugas empezaron a salir del mar y a colocarse alrededor de los músicos, una de ellas mordió con debilidad al joven en un dedo del pie exigiendo así que despejara el camino, y cuando todas hubieron formado el círculo se petrificaron y con ellas el dedo del joven.
Unas nubes se acercaron y empezaron a llover flores rarísimas y bellas, y adornaron las cabezas de las estatuas de tortugas, una flor impulsada por la brisa fue a parar al dedo del único espectador humano. Y el dedo empezó a moverse dirigido por la melodía, tanto es así que el dedo arrastró a todo el cuerpo del joven hasta situarlo en una especie de trono, en el que ni siquiera había reparado antes. Era un trono de espinas, pero él no sentía los cortes mientras le alzaban y una sanguijuelas de lo más graciosas se repartieron los recientes cortes del cuerpo del espectador.
De nuevo la música evolucionó, con unas campanillas celestiales que hacían sonar unos ángeles piadosos, que acariciaban los lomos de los centauros, y los mismos ángeles trajeron a las más hermosas mujeres que uno pudiera imaginar y estas complacían a todos los presentes. El joven saltó del trono directo al suelo, aún a riesgo de fracturarse de nuevo los huesos y se entregó al ritmo reinante y a todos los que bailaban al son de lo que no era aún el auténtico sentido de la melodía.
Al fin llegó el gran estruendo y aparecieron algunos demonios de los más rojos que jamás alguien haya visto o soñado golpeando con los puños unos tambores colosales y se mezclaron con el oro de las vírgenes y el perfume de los ángeles. Golpeaban con cadenas y látigos punzantes a los ángeles.
Los ángeles disfrutaban de su sacrificio y entrega en nombre del Señor, y los satánicos enviados gozaban golpeando a diestro y siniestro. El joven lloraba por ser tan dichoso.
Un sin fín de lechuzas empezó a descargar sus garras en la carne de todos los participantes de la gran orgía, sin descanso y algunos zorrillos famélicos devoraban los desperdicios que dejaban las aves por los suelos, pero la danza continuaba y los mismos ataques no eran más que un acompañamiento sublime.
Ya llegaba el momento extático, el frenesí de los temblores y cuando ya todos gemían el placer de la existencia, el joven reparó en el cielo y vio una gran bola que brillaba. Se vio reflejado en ella y a todos los demás, esas calaveras meneando la osamenta y perdió la noción de todo.
Algunos días más tarde los matones de Michelle fueron encarcelados, un guardabosques encontró el cadáver del joven en la linde del bosque. Según el forense del pueblo, la caída propició el golpe contra una roca destrozando parte del cráneo, la parte izquierda de la sien estaba hundida, el hombre debió de morir varias horas más tarde.
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