Al fin se habían enterado de todo...¡Qué desgracia!. Nunca olvidaría aquel día que señaló la Providencia para echar a perder su vida.
Ya empezaba a anochecer cuando volvía con los cántaros llenos del pozo situado a unos dos quilómetros del poblado. En esas caminatas le solía acompañar Taifa la joven mujer del posadero, pero aquella tarde iba sola porque Taifa había sufrido un accidente doméstico y como consecuencia tenía las dos piernas rotas.
Como decíamos, el sol ya se despedía y daba entrada a la gélida noche del desierto cuando emprendió la marcha de regreso cargada de las provisiones.
Un silencio sepulcral era su único compañero, a medida que avanzaba se iban levantando avisos ínfimos de tormenta de arena y tenía que cerrar los ojos al tiempo que aceleraba el paso.
Como en todo proceso mecánico y recurrente, la mente echó a volar y se sucedían infinitas imágenes por su cabeza: su madre, su padre, su marido, Taifa, la graciosa cabra que le solía lamer las manos, su padre, su marido, la comida, las piernas de Taifa...
No temía caminar sola a pesar que echaba en falta aquellos tiempos en los que ella y Rahmed, así se llamaba su marido, paseaban embriagados de la melosa inocencia. Una imagen más reciente de un Rahmed con semblante severo y un rostro en el que empezaban a asomar las primeras arrugas le hizo cerrar los párpados y susurrar algunas palabras.
De pronto un relincho la devolvió al mundo sensible. Delante de esa pobre mujer cargada como una mula y envuelta por tanta ropa, se erigía un imponente jinete como una estatua.
El desconocido montado en ese poderoso semental azabache, vestía igual de oscuro que su córcel y sólo dejaba al descubierto su cara. Aquella imagen daba la idea del centro neurálgico de la oscuridad y las tinieblas. La primera reacción de la mujer fue darse la vuelta para estimar la distancia hasta el poblado y se le heló la sangre cuando vio las murallas tan lejos. Si no hubiera estado fantaseando como una imbécil y hubiera seguido el consejo que siempre le habían dado desde pequeña, ahora ya estaría en casa, y una vez más le vino a la cabeza la imagen de Rahmed.
Estaba atemorizada, ni siquiera había tenido tiempo de darse la vuelta cuando una brisa de olor a mar inundó su olfato dejándola sumida en nuevos sueños diurnos, de manera que no fue consciente de aquel brazo que la agarró por la cintura con una fuerza sobrehumana.
Lo único que aún recuerda de todo eso, es el olor a mar y la bravura de aquel animal cabalgando a una velocidad diabólica.
Luego llegaron a una especie de cueva, al parecer la morada de aquel enigmático personaje, y entonces tumbada en el suelo se le aparecieron aquellas dos piedras esmeraldas y aquellos finos labios aproximándose a su cara y se fundió con el señor de las tinieblas.
Se despertó acomodada en las murallas del poblado y tenía una rosa del desierto entre las manos, se la acercó a la nariz y de nuevo sintió que el mar se abría ante sus narices.
Era de esperar que Rahmed no creyera una sola palabra. No había pasado la noche en casa y eso era suficiente.
Desde luego nunca olvidaría aquel día. El día en que su vida se hizo polvo, añicos como un cristal con un gran estrépito.
Todo esto le venía a la mente en ese momento. Su cabeza era lo único que estaba al aire libre, porque el cuerpo estaba enterrado. Tenía los ojos cerrados, pero podía verlos a todos: su padre, Rahmed y todos los demás hombres del poblado. Oía sus voces retumbar y ya nada le importaba porque sabía que no habría perdón posible. Había faltado.
¡Que muerte más lenta y dolorosa le esperaba! La lluvia de piedras dio comienzo y ella empezó a gritar: ¡Rahmed! ¡Padre! ¡Rahmed!. Eran verdaderos aullidos, pero en el fondo lo que más anhelaba gritar era el nombre de aquel jinete, pero para su desgracia lo desconocía.
Tenía el rostro empapado de lágrimas y lo que más le sorprendía no era el poco peso de las piedras, si no la baja temperatura. Eran piedras heladas. ¡ Que maquiavélica artimaña debían de haber llevado a cabo aquellos demonios, sus demonios, para enfriar de tal manera los proyectiles!.
Rogó con una voz inhumana, pidió clemencia: ¡Rahmed! ¡Papá!¡Rahmed!. Cuando ya se iba a dejar arrastrar a las tinieblas una luz lo inundó todo y aparecieron aquellas esmeraldas. El hombre la sacó del agujero y sintió que varios hombres la cargaban con suavidad al tiempo que sus demonios se perdían irrumpiendo en mil maldiciones, perdió la conciencia.
El doctor de ojos esmeralda y el marido de la mujer, hombre de unos sesenta años con las primeras arrugas asomando en su rostro, la miraban através de la pequeña ventana.
Allí estaba tumbada, en aquella sala acolchonada, todo blanco. La mujer de larga cabellera rubia, con acechantes canas, dormía y tenía rastro de barro en los brazos. El doctor rompió el silencio:
- La encontramos en un parque cercano. Había robado una pala del jardinero del parque y se enterró a un metro bajo tierra.¡Como lo oye! Bajo la tremenda tormenta que vivimos ayer, allí estaba ella enterrada y soportando el granizo golpeando su cráneo, pobre. Cuando llegué no hacia más que gritar incoherencias...
- Se lo agradezco mucho doctor. Le llamé porque solo me hubiera sido imposible dar con ella. Me pidió ir a comprar agua al supermercado porque se había acabado. Aunque sabía que no era cierto, pues la despensa estaba llena, la dejé marchar porque hacía tiempo que la medicación la tenía calmada. ¡Qué insensato!¡Que imbécil! Jamás me hubiera imaginado...En fin...¡que lástima! ¡Pobre! y pensar que otrora fue catedrática de filología árabe... ¡Dichosa esquizofrenia!
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