Un buen día el joven F., muchacho estudioso y obediente, cansado de la concentración alcanzada en la biblioteca, se levantó de la silla y se proponía salir de la biblioteca para estirar un rato las piernas, cuando al otro lado de la pequeña puerta de cristal se topó con un joven gordo.
Los dos eran conscientes de que por el marco de la puerta no cabían sus dos cuerpos a la vez y fue entonces que F. se adelantó con una amplia y cortés sonrisa: " Pasa, pasa". El otro joven de mirada huidiza agachó la cabeza e insistió " No, pasa tú primero hombre".
F. ya se esperaba esta respuesta y acostumbrado a las clásicas negativas de probada debilidad siguió con su cometido " Pasa, pasa".
El otro levantó con lentitud la cabeza hasta que su semblante ,ahora serio, adquirió total iluminación por el ventanal próximo.
Parecía que F. no lo iba a tener fácil. Se disponía a abrir la boca, cuando dos chicas algo menores llegaron del mundo exterior con intención de internarse en la guarida de los libros. Como cada uno de los dos jóvenes se encontraban parados a un lado de la puerta observándose en silencio, las jóvenes, tras un rato de contemplación, parecieron advertir que no había peligro y se decidieron a atravesar el umbral dejando sólo el eco de sus risitas que finalmente se perdió entre las estanterías.
Tras unos minutos de incómodo silencio, F. insistió de nuevo: " Adelante amigo. Pasa tú primero ". No tardó en caer la respuesta como un cubo de agua fría: " Insisto".
"Dichoso gordo. ¿Nos vamos a tirar aquí todo el día o qué?", pensó F., ahora ya nada cortés. " Eso depende solo de ti", dijo de pronto la enigmática voz del extraño.
"¿Estaré a caso alucinando? ¿No llevaré tanto tiempo entre cálculos y textos, que tengo los sentidos agarrotados?".
Lo cierto es que el joven F. palideció y le crecieron dos pronunciadas simas en el rostro.
Nadie dijo nada, algunos estudiantes pasaban de vez en cuando, pero no se paraban a observar la escena. Tenían grandes proyectos en la cabeza que les impedían percibir el mundo material. Mientras los jóvenes sostenían las miradas como lo hacen las pinzas de madera o en forma de cocodrilo con la ropa recién lavada y que aún radía el olor a suavizante, la gente atravesaba a placer el umbral.
Pasaron varios años. Y varias décadas y los jóvenes, ya no tan jóvenes, seguían de pie batiéndose en sempiterno duelo de cortesía.
Seguramente os estéis preguntando cómo puede ser que nadie los echara de ahí, pero el narrador os pide que hagáis un acto de fe, y que no pongáis muchas trabas al argumento de que el bibliotecario tan muerto de aburrimiento en su día a día, se había convertido en fiel espectador de aquella lucha por cruzar el umbral mientras devoraba chocolatinas y golosinas.
Pero los años pasan para todos y el pobre hombre les abandonó hacia los treinta años I.R (desde el inicio del relato). No murió, no se entristezca el lector, pero perdió la vista por culpa de una diabetes fastidiosa y decidió que su trabajo ya no tenía sentido sin la facilidad de la contemplación, así que un buen día se largó echando pestes.
Pero volvamos a los dos barbudos que estaban apoyados en sendas paredes contiguas a la puerta.
F. se había transformado en aquellos años en un verdadero caldero de ideas:
" ¿Quién me mandaría levantarme a mí en ese preciso instante?¿ Cuando se decidirá a pasar este grandullón? Míralo, si tiene hasta barba...", acto seguido se tocó la cara con tranquilidad "Vaya, para mi también pasan los años. ¡Qué absurda es la vida! Y la vida que le toca a uno vivir...bueno, es la que hay. El camino está marcado, eso de la libre voluntad...una patraña, una engañifa. Con todos los proyectos que tenía yo en mi vida...tantos planes...tantas ideas...tantos anhelos. Ni siquiera soy como la lechera que fue la única causante de su desgracia. Yo soy una víctima del maldito destino. ¿Por qué razón le tenía que llegar yo, precisamente yo y no otro, a ese brujo cuentacuentos a las mientes?¿ Por qué sigo aquí parado como en una parábola del omipotente creador de mundos Kafka? ¡Yo!, ¡YO que tenía padre, madre, hermanos, enamorada, amigos !...¿no le podría haber tocado a un desherado?¿ a un paria, a un marginado? ¿Y este desgraciado que me vigila tan de cerca con su gélida mirada?¿ A caso ha perdido este individuo tanto como yo? ¿Ha hecho el karma un balance entre nosotros?¿ Era él ,por ventura, un hombre respetable o no es acaso más probable que por su aparente mala educación ,insistente y cansina, fuera un simple ladrón, un botarate, un vividor?¿ Y no sigo yo aquí adentro donde no se oye más que este infernal silencio,que desquicia, mientras ese golfo perpetuador de esta condena digna del mísmisimo Edipo sigue ahí parado, al otro lado, oyendo el trino de los pájaros? Sí, que tranquilidad respira, se le ve en la cara. Definitivamente se acabó, hay que tomar cartas en el asunto".
Y alentado por este parloteo mental ,que ya duraba varios años, el viejo F. decidió intercambiar la situación con el desconocido y al dar dos pasos decididos con sus raquíticas y huesudas piernas, se dio tal bárbaro batacazo contra el espejo que sin saberlo había tenido cincuenta años en frente, que con el contacto se rompió al instante en millones de partícula con un apoteósico gemido, que en el choque perdió la vida de la que tanto hablaba, la vida del otrora joven F.
sábado, 10 de abril de 2010
lunes, 5 de abril de 2010
¡Cómo me gustan los crepúsculos! Este en concreto es hipnótico con su noble orden: azul claro inocente, dorado conciliador y en la cúspide, azur arcano.
Sentado en una silla inestable de madera, dejo reposar el ingente peso de mi cabeza sobre el respaldo, y así con la sangre circulando sin tregua soy testigo de aquel espectáculo celeste.
Nadie más parece darse cuenta o si lo hacen disimulan muy bien, la mayoría miran al suelo.
Algunos niños juegan correteando, pero un adulto los amonesta y cogidos de la mano respiran inspirando y expirando con exageración. Cierro los ojos y empiezo a imaginar las nucas de aquellos chiquillos sudadas, sus pulmones intentando ser silenciosos, la excitación provocada por el juego...
El viejecillo no calla y no parece tener intención de hacerlo, sus palabras pesan y cargan el ambiente viciado, para colmo no se las lleva el viento. Detesto observar el comportamiento de las personas, en general me deprimo cuando veo a más de cinco personas juntas. No sé porqué será, pero así es.
El lugar es una excepción de lo cotidiano.
Cuando entras debes jurar entrar en comunión con la vida misma, es de esos pocos sitios en los que te paras y no importa el tiempo...¡Qué coño! Ni te acuerdas de lo que es el tiempo...sientes el latido de la vida misma. Vaya una mierda de juramento para muchos, pues cruzado el umbral del recinto, a cada paso que dan, se pierde el rastro de todo sentimiento experimentado en el enigmático lugar. Eso le pasa a la mayoría, yo soy algo más singular. Por eso desde que lo descubrí, suelo regresar.
Recuerdo la primera vez que estuve aquí.
Debían de ser las once de la noche cuando me despedí de Joan y Clara.
Hacía tiempo que no nos veíamos. Los tres nos apreciabamos, no tanto como para ser una constante en la vida de los demás, pero sí como para aparecer como un espectro las noches de luna llena y mantener, sin fingir, una velada interesante.
A penas nos habíamos gastado cuatro euros en un grasiento kebab, y una suma parecida por barba nos dejamos en el badulaque para financiar la cerveza.
Me despedí de mis amigos, a penas había dado dos pasos cuando me voltee y vi como empezaban a pudrirse, reí para mis adentros y seguí caminando, la calle hacía bajada.
Era una noche bastante negra, tenebrosa podría decir algún maniático.
Las farolas solitarias y amarillentas custodiaban la ciudad intercambiando algún que otro comentario de protocolo con sus vecinas.
El alcohol siempre proporciona facilidades a corto plazo, así que comencé a recordar historias nunca vividas: noches de jazz, historias de gatos en tejados urbanos a la luz de la luna, conversaciones con poetas borrachos...
De pronto llegué.
Toda aquella pendiente acababa ,sin más, en un parque. Cual Max Estrella buscando a una Lunares perniciosa, me entregué a la aventura de aquel extraño recinto.
Estaba desierto, pero pronto la imaginación me desveló que mis pasos no eran tan sonoros, ni mucho menos, así que me paré de súbito y... nada.
Seguí caminando, tarareaba una melodía (no recuerdo cual) y de nuevo, la dichosa ilusión..."quieto huevón", siempre he sido obediente, así que me detuve, pero nada, estaba solo.
Entonces el resplandor lunar me llamó como una exuberante sirena, y me avalancé sobre lo que parecía ser una barandilla. Contemplé largo rato a la reina de la noche mientras oía rugir a las olas desbocadas. Con cada golpe pensaba una rima y me reía de mis ocurrencias: sobrio no solía valorar como un fracaso mi don incomprendido. De hecho era la incomprensión, el motor del mismo don. Pero el alcohol siempre da guerra y dibujó en mi rostro una mueca sentida. Ahora sí oía aquellos golpes, eran constantes y metálicos, pero sin mucha gracia; monotónos, lánguidos, abatidos e indolentes.
Pero pronto perdí la noción de aquel eco en la noche, pues un rayo fue a alumbrar a diversas ninfas pétreas. ¡Eureka! ¡Nada más deseaba yo esta noche que una mujer y de las mejores, tan ideales como las del pobre Manrique!.
Emprendí la carrera en dirección de aquellos blanquecinos mármoles alumbrados por la reina de las tinieblas, y pronto empecé a entonar algunos versos, al tiempo que acariciaba a aquellas criaturas. Mi lengua recorría esos duros senos y sentía el latir de la vida en aquel boyante jardín del Edén, podía intuir las risas y los acertijos de aquellos ángeles caídos y no daba abasto, pobre alma, corriendo en un círculo demoníaco.
Delicioso silencio: en eso acabó todo, estaba exhausto y a juzgar por el sudor y la temperatura de mi rostro podía haber pillado incluso una pulmonía, el gran azote enfermizo de las relaciones sexuales con estátuas.
Pero ante todo estaba deshidratado, así que rastree como un can el lugar hasta que di con aquella fuente de la que caía agua a cuentagotas y era tal mi autoritaria necesidad, que creí absorber la piedra misma cuando mi lengua recorría su rugosa superfície en busca de la sustancia esencial de la vida, y al final echado bajo aquella pequeña fuente me llegó el sueño, y me sumí en la inconsciencia al son de aquel ruido metálico en aquel momento tan distante.
Al fin ha callado el anciano, pero...¿Por qué me miran todos? Es algo incómodo, necesito una cerveza. Sus miradas son bastante amenazantes, hay tensión en el ambiente. ¿Puede ser que lo haya vuelto a hacer? ¿Mi imaginación ahora no me miente?¿Por qué recita mi lengua desafiando a mis oídos, y en siniestra conspiración con mi memoria, versos ya roídos? ¿ A caso he narrado a plena voz toda esta historia? ¿Por qué me miran también las dulces ninfas de piedra?¿ Como acusándome de aquella trepadora hiedra?¿Decís que es fruto de mi saliva, aquella planta que crece arrogante y altiva?
De pronto me invade la clarividencia: es todo ilusión, nada he recitado. Si ahora preguntáis a cualquier asistente os contaría como aquel barbudo al que nadie conocía estalló en sardónicas carcajadas en el funeral del tío Tamal.
Definitivamente no me tienen paciencia, los veo abalanzarse sobre mí ,a los hombres más maduros de aquella ceremonia, las mujeres cogen a los niños y nadie se pierde la escena.
Con las mismas palas que no dejaban de emitir el monótono sonido aquella noche, los mismos sepultureros que me encontraron aquella vez, con la boca repleta de moho, al pie de una lápida( que confundí con una fuente), cavan al pie de la lápida misma un improvisado hueco a unos diez metros del espacio donde tiene lugar el sepelio.
Cuando caen las últimas palas de arena sobre mi cuerpo tendido, oigo al cura proseguir su labor, y en un último esfuerzo , consigo ver que ya nadie se fija en mi entierro salvo estos dos currantes que con su monótono sonido amortiguan la santurronería del párroco y entregan a la eternidad aquellas implacables risotadas.
Sentado en una silla inestable de madera, dejo reposar el ingente peso de mi cabeza sobre el respaldo, y así con la sangre circulando sin tregua soy testigo de aquel espectáculo celeste.
Nadie más parece darse cuenta o si lo hacen disimulan muy bien, la mayoría miran al suelo.
Algunos niños juegan correteando, pero un adulto los amonesta y cogidos de la mano respiran inspirando y expirando con exageración. Cierro los ojos y empiezo a imaginar las nucas de aquellos chiquillos sudadas, sus pulmones intentando ser silenciosos, la excitación provocada por el juego...
El viejecillo no calla y no parece tener intención de hacerlo, sus palabras pesan y cargan el ambiente viciado, para colmo no se las lleva el viento. Detesto observar el comportamiento de las personas, en general me deprimo cuando veo a más de cinco personas juntas. No sé porqué será, pero así es.
El lugar es una excepción de lo cotidiano.
Cuando entras debes jurar entrar en comunión con la vida misma, es de esos pocos sitios en los que te paras y no importa el tiempo...¡Qué coño! Ni te acuerdas de lo que es el tiempo...sientes el latido de la vida misma. Vaya una mierda de juramento para muchos, pues cruzado el umbral del recinto, a cada paso que dan, se pierde el rastro de todo sentimiento experimentado en el enigmático lugar. Eso le pasa a la mayoría, yo soy algo más singular. Por eso desde que lo descubrí, suelo regresar.
Recuerdo la primera vez que estuve aquí.
Debían de ser las once de la noche cuando me despedí de Joan y Clara.
Hacía tiempo que no nos veíamos. Los tres nos apreciabamos, no tanto como para ser una constante en la vida de los demás, pero sí como para aparecer como un espectro las noches de luna llena y mantener, sin fingir, una velada interesante.
A penas nos habíamos gastado cuatro euros en un grasiento kebab, y una suma parecida por barba nos dejamos en el badulaque para financiar la cerveza.
Me despedí de mis amigos, a penas había dado dos pasos cuando me voltee y vi como empezaban a pudrirse, reí para mis adentros y seguí caminando, la calle hacía bajada.
Era una noche bastante negra, tenebrosa podría decir algún maniático.
Las farolas solitarias y amarillentas custodiaban la ciudad intercambiando algún que otro comentario de protocolo con sus vecinas.
El alcohol siempre proporciona facilidades a corto plazo, así que comencé a recordar historias nunca vividas: noches de jazz, historias de gatos en tejados urbanos a la luz de la luna, conversaciones con poetas borrachos...
De pronto llegué.
Toda aquella pendiente acababa ,sin más, en un parque. Cual Max Estrella buscando a una Lunares perniciosa, me entregué a la aventura de aquel extraño recinto.
Estaba desierto, pero pronto la imaginación me desveló que mis pasos no eran tan sonoros, ni mucho menos, así que me paré de súbito y... nada.
Seguí caminando, tarareaba una melodía (no recuerdo cual) y de nuevo, la dichosa ilusión..."quieto huevón", siempre he sido obediente, así que me detuve, pero nada, estaba solo.
Entonces el resplandor lunar me llamó como una exuberante sirena, y me avalancé sobre lo que parecía ser una barandilla. Contemplé largo rato a la reina de la noche mientras oía rugir a las olas desbocadas. Con cada golpe pensaba una rima y me reía de mis ocurrencias: sobrio no solía valorar como un fracaso mi don incomprendido. De hecho era la incomprensión, el motor del mismo don. Pero el alcohol siempre da guerra y dibujó en mi rostro una mueca sentida. Ahora sí oía aquellos golpes, eran constantes y metálicos, pero sin mucha gracia; monotónos, lánguidos, abatidos e indolentes.
Pero pronto perdí la noción de aquel eco en la noche, pues un rayo fue a alumbrar a diversas ninfas pétreas. ¡Eureka! ¡Nada más deseaba yo esta noche que una mujer y de las mejores, tan ideales como las del pobre Manrique!.
Emprendí la carrera en dirección de aquellos blanquecinos mármoles alumbrados por la reina de las tinieblas, y pronto empecé a entonar algunos versos, al tiempo que acariciaba a aquellas criaturas. Mi lengua recorría esos duros senos y sentía el latir de la vida en aquel boyante jardín del Edén, podía intuir las risas y los acertijos de aquellos ángeles caídos y no daba abasto, pobre alma, corriendo en un círculo demoníaco.
Delicioso silencio: en eso acabó todo, estaba exhausto y a juzgar por el sudor y la temperatura de mi rostro podía haber pillado incluso una pulmonía, el gran azote enfermizo de las relaciones sexuales con estátuas.
Pero ante todo estaba deshidratado, así que rastree como un can el lugar hasta que di con aquella fuente de la que caía agua a cuentagotas y era tal mi autoritaria necesidad, que creí absorber la piedra misma cuando mi lengua recorría su rugosa superfície en busca de la sustancia esencial de la vida, y al final echado bajo aquella pequeña fuente me llegó el sueño, y me sumí en la inconsciencia al son de aquel ruido metálico en aquel momento tan distante.
Al fin ha callado el anciano, pero...¿Por qué me miran todos? Es algo incómodo, necesito una cerveza. Sus miradas son bastante amenazantes, hay tensión en el ambiente. ¿Puede ser que lo haya vuelto a hacer? ¿Mi imaginación ahora no me miente?¿Por qué recita mi lengua desafiando a mis oídos, y en siniestra conspiración con mi memoria, versos ya roídos? ¿ A caso he narrado a plena voz toda esta historia? ¿Por qué me miran también las dulces ninfas de piedra?¿ Como acusándome de aquella trepadora hiedra?¿Decís que es fruto de mi saliva, aquella planta que crece arrogante y altiva?
De pronto me invade la clarividencia: es todo ilusión, nada he recitado. Si ahora preguntáis a cualquier asistente os contaría como aquel barbudo al que nadie conocía estalló en sardónicas carcajadas en el funeral del tío Tamal.
Definitivamente no me tienen paciencia, los veo abalanzarse sobre mí ,a los hombres más maduros de aquella ceremonia, las mujeres cogen a los niños y nadie se pierde la escena.
Con las mismas palas que no dejaban de emitir el monótono sonido aquella noche, los mismos sepultureros que me encontraron aquella vez, con la boca repleta de moho, al pie de una lápida( que confundí con una fuente), cavan al pie de la lápida misma un improvisado hueco a unos diez metros del espacio donde tiene lugar el sepelio.
Cuando caen las últimas palas de arena sobre mi cuerpo tendido, oigo al cura proseguir su labor, y en un último esfuerzo , consigo ver que ya nadie se fija en mi entierro salvo estos dos currantes que con su monótono sonido amortiguan la santurronería del párroco y entregan a la eternidad aquellas implacables risotadas.
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