lunes, 5 de abril de 2010

¡Cómo me gustan los crepúsculos! Este en concreto es hipnótico con su noble orden: azul claro inocente, dorado conciliador y en la cúspide, azur arcano.
Sentado en una silla inestable de madera, dejo reposar el ingente peso de mi cabeza sobre el respaldo, y así con la sangre circulando sin tregua soy testigo de aquel espectáculo celeste.
Nadie más parece darse cuenta o si lo hacen disimulan muy bien, la mayoría miran al suelo.
Algunos niños juegan correteando, pero un adulto los amonesta y cogidos de la mano respiran inspirando y expirando con exageración. Cierro los ojos y empiezo a imaginar las nucas de aquellos chiquillos sudadas, sus pulmones intentando ser silenciosos, la excitación provocada por el juego...
El viejecillo no calla y no parece tener intención de hacerlo, sus palabras pesan y cargan el ambiente viciado, para colmo no se las lleva el viento. Detesto observar el comportamiento de las personas, en general me deprimo cuando veo a más de cinco personas juntas. No sé porqué será, pero así es.
El lugar es una excepción de lo cotidiano.
Cuando entras debes jurar entrar en comunión con la vida misma, es de esos pocos sitios en los que te paras y no importa el tiempo...¡Qué coño! Ni te acuerdas de lo que es el tiempo...sientes el latido de la vida misma. Vaya una mierda de juramento para muchos, pues cruzado el umbral del recinto, a cada paso que dan, se pierde el rastro de todo sentimiento experimentado en el enigmático lugar. Eso le pasa a la mayoría, yo soy algo más singular. Por eso desde que lo descubrí, suelo regresar.
Recuerdo la primera vez que estuve aquí.
Debían de ser las once de la noche cuando me despedí de Joan y Clara.
Hacía tiempo que no nos veíamos. Los tres nos apreciabamos, no tanto como para ser una constante en la vida de los demás, pero sí como para aparecer como un espectro las noches de luna llena y mantener, sin fingir, una velada interesante.
A penas nos habíamos gastado cuatro euros en un grasiento kebab, y una suma parecida por barba nos dejamos en el badulaque para financiar la cerveza.
Me despedí de mis amigos, a penas había dado dos pasos cuando me voltee y vi como empezaban a pudrirse, reí para mis adentros y seguí caminando, la calle hacía bajada.
Era una noche bastante negra, tenebrosa podría decir algún maniático.
Las farolas solitarias y amarillentas custodiaban la ciudad intercambiando algún que otro comentario de protocolo con sus vecinas.
El alcohol siempre proporciona facilidades a corto plazo, así que comencé a recordar historias nunca vividas: noches de jazz, historias de gatos en tejados urbanos a la luz de la luna, conversaciones con poetas borrachos...
De pronto llegué.
Toda aquella pendiente acababa ,sin más, en un parque. Cual Max Estrella buscando a una Lunares perniciosa, me entregué a la aventura de aquel extraño recinto.
Estaba desierto, pero pronto la imaginación me desveló que mis pasos no eran tan sonoros, ni mucho menos, así que me paré de súbito y... nada.
Seguí caminando, tarareaba una melodía (no recuerdo cual) y de nuevo, la dichosa ilusión..."quieto huevón", siempre he sido obediente, así que me detuve, pero nada, estaba solo.
Entonces el resplandor lunar me llamó como una exuberante sirena, y me avalancé sobre lo que parecía ser una barandilla. Contemplé largo rato a la reina de la noche mientras oía rugir a las olas desbocadas. Con cada golpe pensaba una rima y me reía de mis ocurrencias: sobrio no solía valorar como un fracaso mi don incomprendido. De hecho era la incomprensión, el motor del mismo don. Pero el alcohol siempre da guerra y dibujó en mi rostro una mueca sentida. Ahora sí oía aquellos golpes, eran constantes y metálicos, pero sin mucha gracia; monotónos, lánguidos, abatidos e indolentes.
Pero pronto perdí la noción de aquel eco en la noche, pues un rayo fue a alumbrar a diversas ninfas pétreas. ¡Eureka! ¡Nada más deseaba yo esta noche que una mujer y de las mejores, tan ideales como las del pobre Manrique!.
Emprendí la carrera en dirección de aquellos blanquecinos mármoles alumbrados por la reina de las tinieblas, y pronto empecé a entonar algunos versos, al tiempo que acariciaba a aquellas criaturas. Mi lengua recorría esos duros senos y sentía el latir de la vida en aquel boyante jardín del Edén, podía intuir las risas y los acertijos de aquellos ángeles caídos y no daba abasto, pobre alma, corriendo en un círculo demoníaco.
Delicioso silencio: en eso acabó todo, estaba exhausto y a juzgar por el sudor y la temperatura de mi rostro podía haber pillado incluso una pulmonía, el gran azote enfermizo de las relaciones sexuales con estátuas.
Pero ante todo estaba deshidratado, así que rastree como un can el lugar hasta que di con aquella fuente de la que caía agua a cuentagotas y era tal mi autoritaria necesidad, que creí absorber la piedra misma cuando mi lengua recorría su rugosa superfície en busca de la sustancia esencial de la vida, y al final echado bajo aquella pequeña fuente me llegó el sueño, y me sumí en la inconsciencia al son de aquel ruido metálico en aquel momento tan distante.
Al fin ha callado el anciano, pero...¿Por qué me miran todos? Es algo incómodo, necesito una cerveza. Sus miradas son bastante amenazantes, hay tensión en el ambiente. ¿Puede ser que lo haya vuelto a hacer? ¿Mi imaginación ahora no me miente?¿Por qué recita mi lengua desafiando a mis oídos, y en siniestra conspiración con mi memoria, versos ya roídos? ¿ A caso he narrado a plena voz toda esta historia? ¿Por qué me miran también las dulces ninfas de piedra?¿ Como acusándome de aquella trepadora hiedra?¿Decís que es fruto de mi saliva, aquella planta que crece arrogante y altiva?
De pronto me invade la clarividencia: es todo ilusión, nada he recitado. Si ahora preguntáis a cualquier asistente os contaría como aquel barbudo al que nadie conocía estalló en sardónicas carcajadas en el funeral del tío Tamal.
Definitivamente no me tienen paciencia, los veo abalanzarse sobre mí ,a los hombres más maduros de aquella ceremonia, las mujeres cogen a los niños y nadie se pierde la escena.
Con las mismas palas que no dejaban de emitir el monótono sonido aquella noche, los mismos sepultureros que me encontraron aquella vez, con la boca repleta de moho, al pie de una lápida( que confundí con una fuente), cavan al pie de la lápida misma un improvisado hueco a unos diez metros del espacio donde tiene lugar el sepelio.
Cuando caen las últimas palas de arena sobre mi cuerpo tendido, oigo al cura proseguir su labor, y en un último esfuerzo , consigo ver que ya nadie se fija en mi entierro salvo estos dos currantes que con su monótono sonido amortiguan la santurronería del párroco y entregan a la eternidad aquellas implacables risotadas.

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