Aquel cartel me tenía hipnotizado. Desde que entramos en el vagón y mecánicamente escogimos estos asientos al lado de la puerta que da a la cabina del conductor, todo me daba mala espina. El cartel estaba pegado al vidrio desde afuera siendo su contenido visible solo para el exterior. Desde el interior del vagón solo se podía ver algún reflejo con cada uno de los distanciados focos del túnel.
Cuando llegamos, ella también se sintió tentada por aquel letrero inalcanzable, pero poco después le pudo el cansancio y reposando su cabeza portadora de aquel rostro angelical en mi hombro se hizo esclava de Morfeo.
Salimos al fin del túnel pero era noche cerrada y no se presentó más oportunidad de desflorar el secreto del letrero por su retaguardia. Como ella razonó al entrar debía de ser el anuncio de un pobre desaparecido. "Ojalá esté bien" añadió con voz de niña.
La intriga me carcomía por dentro, algo en todo aquello me era demasiado onírico. ¿Cómo podía estar tan conmovido por esa pequeñez? Allá donde reposaba mi ángel en lo más profundo del mundo de las quimeras estaba mi epicentro de desgracias. Era un ángel caído por falta ajena. Mi mísero sentimiento de impotencia era azote día y noche, verme atado de manos y pies, mientras toda mi realidad mundana mutaba sin piedad. Era una lenta y agónica tortura.
El tren emitía un ruido monótono en medio de la noche y el vagón estaba casi vacío. Este hecho hacía ciertamente sorprendente que tantos viajeros cruzaran varios vagones con destino a la puerta de mi espalda, la del conductor.
Por allí se perdían y aparecían al rato. Entraban con paso decidido algunos, otros temblorosos y , si te parabas a observar, todos salían como si hubieran adelgazado cien quilos de golpe.
Cada vez que aparecía un nuevo visitante, éste lograba sacarme de mi contemplación. Por eso empecé a creer que estos hechos eran parte de un todo. Mi estado melancólico y depresivo condicionado por mi situación moral de ineptitud como mero observador del rumbo de la demente creación jactábase de haberme vuelto ciego, sordo e inapetente de cualquier movimiento o aleteo del mundo exterior. A penas hablaba con nadie y cuando no estaba con mi ángel, vivía en soledad todo el tiempo de la mano de aquella ingente bestia que me cuidaba.
Pero... aquel lugar... aquella noche... todo era distinto. La realidad parecía ser mía, haber sido creada en consonancia con mi asfixiante lastre. Se fundía con el anuncio de la ventana y todos aquellos tipos recorriendo vagones y vagones para ver al conductor. A lo mejor, acorde a mi fúnebre sino, el masivo peregrinaje se debía a un deseo común de una serie de almas atormentadas y citadas en ese mismo tren de ser conducidos más allá de la vida terrenal, a lo mejor eran suplicantes sombras que imploraban por un descarrilamiento. El hecho es que daban un portazo tras el que desaparecían por momentos.
La respiración de mi querubín me devolvió a la parte más palpable de aquel mundo que creía haber creado. Viendo la oscuridad que rodeaba al opalescente cartel imaginé las olas de aquel suave mediterráneo. ¿Qué harían ahora que nadie las veía?. Pero de nuevo me asaltaron mis fantasmas y justo cuando creía que iba a perder la cabeza en mis escarbadoras cavilaciones un inexplicable y siniestro rayo de luz lunar iluminó el despiadado enigma. Con inexplicable rapidez me fue posible leer la información desde el dorso y entonces el sangriento chorro de luz desapareció.
El blanco volvió a la nota y de pasada se instaló también en mi cara acompañado de un helado sudor.
Ahora todo cobraba sentido. Una especie de terremoto se manifestó en mis entrañas. Un terremoto que ya hacía tiempo que latía y que se había gestado en la inmunda fatalidad del mundo hostil que forma la sociedad con los olvidados. Ese mundo de aguas infectas en el que los condenados buscan algo de fe en las cloacas mientras que los encargados de crear las aguas fecales, conscientes o no, viven en un mundo estable construido con las alcantarillas como cimientos.
El seísmo vital que me sacudía se manifestó con espasmos en las articulaciones. Allí estaba la nota como si nada hubiese pasado, así que decidí actuar en consecuencia. Dejé con delicadeza a mi querubín entregando todo el peso de su inconsciencia a la nuca recostada en el asiento y abrí aquella maldita puerta.
En el momento de abrir me percaté de que hacía algún rato que había dejado de ser frecuentado lo que fuera que estaba al otro lado, lo que corroboró mis elucubraciones de que en cierta manera había llegado mi momento, que la realidad acababa de inclinar la cabeza sin dejar de mirarme a los ojos como diciendo "¿tiras o qué?".
Estaba en la ansiada habitación. Baste decir que la suntuosa decoración de aquel receptáculo de veneno no tenía nada parecido a un supuesto vagón de conductor. No estaba sorprendido, la lectura de la nota ayudaba en parte a esta seguridad.
En vez de los mandos de control con infinitas lucecitas que uno se imaginaba, me encontré de pronto en una especie de despacho con sus enormes cortinas color escarlata y repleta de antiguos cachivaches, en el centro había un gordinflón vestido con gran elegancia y escribiendo detrás de una de esas lámparas de mesa que tienen los médicos.
- Aquí está el señor L. señor- dijo una voz en las tinieblas y por primera vez reparé en la facilidad con la que se abrió aquella pesada puerta y recordé como en un sueño que al coger la maneta, ésta giró con increíble subordinación.
El hombre de rostro color amarillento como un pergamino que acababa de anunciar mi nombre, después de una leve seña de su jefe sacó un amarillento pergamino de su bolsillo y armado con una pluma y una caballeresca diligencia hizo el movimiento que hace un profesor a la vista de una falta.
-Pase señor L. , siéntese- dijo el jefe. Le miré con ojos salvajes y dudé en sentarme en aquella butaca confortable. No lo hice. No contesté. Él continuó:
-Bueno sí, quizás mejor así. Resulta todo un tanto violento. Usted viene por el anuncio ¿no es eso?
Ante mi silencio aquiescente siguió el gordinflón con el desenlace:
- El anuncio es claro y conciso, imagino que usted estará al cargo de todas las condiciones que son pocas, pero innegociables. Tengo constancia que en su caso no es imprescindible la concesión de un tiempo para gastar esta pequeña fortuna, de manera que la cifra que le corresponde a usted es la que ponía en su anuncio y debo confesarle que es algo superior a la de aquellos pobres diablos que a vista de un ciudadano arquetípico tal cual han entrado por esta puerta han salido. En su caso, ya que la fortuna que viene a buscar no es para usted, ese inane tiempo se ve recompensado por una remuneración equivalente según los patrones del $/ hora estipulado en el Real Decreto. Si me firma aquí ya solo necesitamos que dé algunos datos a Alfred (y dicho esto sonrió al anciano de detrás de la puerta) referentes a la heredera y le tomaremos una muestra de sangre.
Ante mi silencio, el hombre concluyó:
- En fin. Estas cosas son así. El glorioso club que tengo el honor de presidir tiene el honor de darle la bienvenida a usted ,señor L. , como pieza de caza del gran Torneo que acoge este año su decimocuato aniversario y ahora si es tan amable...
Y con un la palma abierta y el dedo pulgar señalando al techo me indicó la situación exacta del viejo mayordomo. Mirando a éste que ya tenía una polvorienta mano en mi hombro añadió:
-Cuando acabe con la muestra Alfred, traigamelo de vuelta para que le aclare la situación exacta que debera ocupar en el encuentro castrense.
Lo último que recuerdo de aquella funesta, tétrica pero redentora noche es el postrero punto de aquel contrato que me hizo posible observar a través de una mirilla cómo mi doble le daba la noticia al ángel que yo adoraba de que le había tocado la lotería a su viejo y aquella cara angelical anegada de lagrimones es el recuerdo que me quiero llevar a la tumba antes de que me coja uno de esos sabuesos que preceden a aquellos señoritos a los que vendí mi alma.
Según las investigaciones que llevamos a cabo los descendientes de aquel desdichado concluimos ,amable lector, que lo más probable es que la última imagen en aparecerse a nuestro pariente antes de recibir mordeduras y fogonazos fue la opalescente , pero ya desnuda de misterio, nota.
jueves, 26 de agosto de 2010
lunes, 9 de agosto de 2010
Aquelarre de media noche
El bus avanzaba por la eterna carretera luchando contrarreloj, pero la oscuridad nocturna parecía empecinada en vencer y extender su sedoso manto, por eso se insinuaba ya a lo lejos.
Llevábamos unas cuatro horas de viaje. A pesar de que los asientos eran bastante confortables, coger el sueño después de aquel inagorable tazón de café era ardua tarea, de manera que ,como muchos pasajeros, ya lo había intentado todo para combatir al terrible hastío. Un pesado volumen adormecido que guardaba en su interior las aventuras del club Pickwick y un cadavérico reproductor de música derrotado al que le había abandonado hasta la batería, yacían como funesto resultado de la contienda.
Mi última baza era el monitor del autobus que mostraba orgulloso y patético una película elaborada en la más refinada de las pastelerías.
Pasé un rato mirando como el árido paisaje corría sin descanso y al final sin previo aviso los párpados engordaron y cedieron a la pesada gravedad con la facilidad de un pendón.
Me despertó un atentado al olfato, alcé la vista y solo había pasado una hora desde que me sorprendiera el sueño. A pesar de tener los sentidos agarrotados , aún en el estado alpha, el hedor me conmovía de tal manera que traté de averiguar el foco, el origen de esa esencia pútrida y no fue difícil. Era un olor-guía, se podría decir que si hubiera dejado una estela tras de sí en el aire, no habría sido más fácil su seguimiento.
A mi derecha, en la última fila de asientos del coche, estaban dos nuevas pasajeras.
La más próxima a mí se levantó para coger algo de la maleta y con este movimiento liberó al mórdido tufo que se volvió a extender tan rabioso que casi se podía tocar la espuma de su ira en el ambiente.
Giré la cara con violencia, pasando de todo tipo de convenciones sociales a las que ,por otro lado, mi agresora nasal tampoco parecía respetar en demasía.
Al fin me armé de valor y eché una ojeada a la agresora y a su acompañante.
Debo admitir que debido a mi oficio me consideraba un hombre que temía a pocas cosas en este mundo y digo "consideraba " porque lo que encontré al otro lado me heló la sangre cambiando mi concepción.
La mujer más cercana a mí sería una mujer de unos cuarenta años de edad. El escaso pelo que poblaba su cabeza era onulado y negro como sus ojos, aunque al lado de éstos parecía blanco. Los ojos eran como dos pequeños cráteres con su expresión de infinita malicia en el vacío, al contemplarlos me parecía reconocer por primera vez en mis treinta y cinco años de vida al verdadero color negro. Contrastaban estos anos en el rostro con la blanquecina ausencia de pigmento en la piel de la mujer que parecía fundirse con el sencillo vestido albino que cubría el cuerpo de aquel ser.
Estaba descalza, como yo a causa del agradable tacto de la alfombra, y sobre sus piernas reposaba un portátil en el que parecía escribir de vez en cuando algún que otro verso de un poema o un cántico, qué se yo.
Un mareo me sacudió, pese a haber desestimado su intervención en momentos de mi intensa lectura de los relatos de Dickens, ahora aparecía de pronto sacudiendo hasta el último átomo de mi cuerpo, seguramente alentado por el asfixiante olor y la visión de mi acompañante.
Con entereza y controlando mi respiración conseguí no eliminar , pues eso era imposible, pero sí someter a este desfallecimiento para seguir observando el morboso espectáculo que se gestaba en la otra ventanilla.
El oloroso ser de blanco parecía perdido en la observación del vacío o el más allá, solo de vez en cuando volvía para anotar alguna rima o estrofa, pero lo raro del asunto es que esa especie de contemplación de la nada no parecía ser intencionadamente una búsqueda de inspiración como cuando un sediente perro busca una fuente. Cuando volvía de ese estado pétreo parecía anotar cosas por hacer algo, como si el can al encontrar la fuente bebiera por llenar el almacén sin sed alguna, lo que contrastaba con su intensa búsqueda con ademanes de supervivencia.
De pronto como despertando de mis cavilaciones reparé en su acompañante para sumirme más en la pesadilla. Una cabellera castaña y con infinitos rizos coronaba aquella calabaza. Una nariz ganchuda sobresalía del plano facial mientras que los brazos estaban provistos de numerosos brazaletes. No era la visión del propio físico de la mujer lo que ponía la piel de gallina, como en la otra, si no su expresión trágicamente cómica. Los músculos de la cara estaban tan tensos que se podía leer la pura diversión maliciosa, artificial y grotesca del bufón. Esta harpía no dejaba de reír con voz de cuervo, solo paraba algunos instantes para leer el rostro de su compañera y entonces volvía a estallar en cadavéricas risotadas. La visionaria cada largo rato giraba el ordenador para enseñarle a la otra el estado de su obra, la hiena lo leía en silencio y pasados algunos minutos volvía a ceder ante las violentas sacudidas de su caja torácica.
Yo las miraba con sigilo, pero no podía dejar de pensar en el temor de que me sorprendieran en mi observación y eso provocaba en mí un chorro de sudor congelado en la parte de la espalda que contactaba con el respaldo del asiento.
De pronto la histérica empezó a masajear el hombro de la otra. Fue ése el único momento en el que creí ver mi salvación próxima, todo parecía bastante claro ahora, como iluminado por el último rayo del ausente sol: la mujer de blanco tenía claramente alguna que otra limitación física y psíquica que le impedían, entre otras cosas, andar por el mundo sola (por ese motivo quizás su esfínter no lo podía controlar ni la más atenta de las cuidadoras) y la cuidadora con su buen ánimo intentaba animar a su paciente con sus risas y ocurrencias, por eso le masajeaba el hombro con tal pasión maternal.
Y aquí hubieran sido sepultados todos mis temores si aquella "pasión maternal" no hubiera derivado en unos lametones en la oreja y unos febriles y entusiasmados mordiscos en los impasibles labios cardenos.
Instintivamente giré el rostro y decidí concentrarme en el paisaje, pero no pude resistir ante el insinuante reflejo del cristal cuando de pronto creí ver aquellos focos de muerte clavados en mi persona, entonces la visionaria escribió algo irrevocable cuya lectura a ojos de su bufón produjo un extásis de gemidos y entrecortadas risotadas.
De pronto noté todos los músculos paralizados, intenté gritar pero desgraciadamente ningún pasajero parecía oírme, solo podía mover los ojos, único órgano del que parecía carecer la muerta de mi derecha. De pronto lo ví claro. ¡Eso era lo que quería aquella bruja! ¡Mis bellos ojos! Desde que entró, no hizo más que anularme los sentidos con su olor a muerte, las risotadas de su pelele, este sortilegio para agarrotar mis músculos...En medio de estos pensamientos caí en la cuenta de algo aterrador, faltaba un sentido por anular por aquellos satánicos seres: el gusto.
En ese preciso instante abrí los ojos y forcé la visión del lateral derecho ya que no podía mover la cabeza y las pude ver leyendo lo que acababa de escribir la ama, entonces la bufona cantó con una ronca voz que aún me hiela las entrañas:
"No daba su brazo a torcer el muy imbécil,
(je,je) aunque pensandólo y pasándolo bien,
lo tenía bloqueado por agujas y estaba débil,
(je,je) espera cuando descubra que por su sien,
derrámase carmín de forma infiel (je,je)."
Y con terrible sorpresa vi como se cumplía el maléfico verso, pues aunque no podía tocar los ojos, una ola de líquido rubí se debía de estar derramando por toda la cara hasta las cuencas de los ojos para acabar derramándose encima de una involuntariamente extendida lengua que absorbía aquel sabor a hierro sanguinolento.
De las visiones que tuve en adelante ya no quiero referir nada más, ni de los cánticos que tanto he intentado borrar de mi memoria con el éxito de un luchador de sumo en el mundo del ballet, solo añadiré que más adelante estaba sentada la tercera lunática del trío infernal y que de vez en cuando venía para dar un hilo que tensaba la hiena y la cadavérica cortaba con una afilada uña negra que parecía podrida desde tiempos inmemoriales. ¿Cómo sobreviví? Porque el atento y ateo lector habrá observado que estoy relatando esta historia en pasado y se preguntará cómo lo hice para salir de aquel infierno.
Pues bien, soporté todo tipo de inclemencias y torturas forzando a mis párpados a permanecer cerrados la mayor parte del tiempo, pero como no eran los ojos mismos (único órgano infranqueable para aquellos demonios), me desobedecían la mayor parte del tiempo. Así en el transcurso de aquel viaje aprendí a no ver con los ojos bien abiertos, ese fue mi gran triunfo, aprender a ser ciego.
Cuando llegamos a la última parada el asustado conductor al ver el alterado estado del último pasajero que quedaba llamó a la policía y entre dos agentes me bajaron a pulso del autobús.
Allí, en la fría calle de Barcelona, recuperé mis sentidos, todos menos mi preciada vista que se fue para siempre en aquel coche en el que según mi imaginación, se despedían de mí con obscenos gestos las dos esbirras al tiempo que la muerta con mis vivos ojos negros clavados en el infinito recitaba aún con su impasible ademán:
" Y ya lo dicen "la curiosidad mató al gato",
aunque este ciego tuvo más suerte,
solo pagó con su vista y un mal rato,
lo que al felino fue la muerte "
Llevábamos unas cuatro horas de viaje. A pesar de que los asientos eran bastante confortables, coger el sueño después de aquel inagorable tazón de café era ardua tarea, de manera que ,como muchos pasajeros, ya lo había intentado todo para combatir al terrible hastío. Un pesado volumen adormecido que guardaba en su interior las aventuras del club Pickwick y un cadavérico reproductor de música derrotado al que le había abandonado hasta la batería, yacían como funesto resultado de la contienda.
Mi última baza era el monitor del autobus que mostraba orgulloso y patético una película elaborada en la más refinada de las pastelerías.
Pasé un rato mirando como el árido paisaje corría sin descanso y al final sin previo aviso los párpados engordaron y cedieron a la pesada gravedad con la facilidad de un pendón.
Me despertó un atentado al olfato, alcé la vista y solo había pasado una hora desde que me sorprendiera el sueño. A pesar de tener los sentidos agarrotados , aún en el estado alpha, el hedor me conmovía de tal manera que traté de averiguar el foco, el origen de esa esencia pútrida y no fue difícil. Era un olor-guía, se podría decir que si hubiera dejado una estela tras de sí en el aire, no habría sido más fácil su seguimiento.
A mi derecha, en la última fila de asientos del coche, estaban dos nuevas pasajeras.
La más próxima a mí se levantó para coger algo de la maleta y con este movimiento liberó al mórdido tufo que se volvió a extender tan rabioso que casi se podía tocar la espuma de su ira en el ambiente.
Giré la cara con violencia, pasando de todo tipo de convenciones sociales a las que ,por otro lado, mi agresora nasal tampoco parecía respetar en demasía.
Al fin me armé de valor y eché una ojeada a la agresora y a su acompañante.
Debo admitir que debido a mi oficio me consideraba un hombre que temía a pocas cosas en este mundo y digo "consideraba " porque lo que encontré al otro lado me heló la sangre cambiando mi concepción.
La mujer más cercana a mí sería una mujer de unos cuarenta años de edad. El escaso pelo que poblaba su cabeza era onulado y negro como sus ojos, aunque al lado de éstos parecía blanco. Los ojos eran como dos pequeños cráteres con su expresión de infinita malicia en el vacío, al contemplarlos me parecía reconocer por primera vez en mis treinta y cinco años de vida al verdadero color negro. Contrastaban estos anos en el rostro con la blanquecina ausencia de pigmento en la piel de la mujer que parecía fundirse con el sencillo vestido albino que cubría el cuerpo de aquel ser.
Estaba descalza, como yo a causa del agradable tacto de la alfombra, y sobre sus piernas reposaba un portátil en el que parecía escribir de vez en cuando algún que otro verso de un poema o un cántico, qué se yo.
Un mareo me sacudió, pese a haber desestimado su intervención en momentos de mi intensa lectura de los relatos de Dickens, ahora aparecía de pronto sacudiendo hasta el último átomo de mi cuerpo, seguramente alentado por el asfixiante olor y la visión de mi acompañante.
Con entereza y controlando mi respiración conseguí no eliminar , pues eso era imposible, pero sí someter a este desfallecimiento para seguir observando el morboso espectáculo que se gestaba en la otra ventanilla.
El oloroso ser de blanco parecía perdido en la observación del vacío o el más allá, solo de vez en cuando volvía para anotar alguna rima o estrofa, pero lo raro del asunto es que esa especie de contemplación de la nada no parecía ser intencionadamente una búsqueda de inspiración como cuando un sediente perro busca una fuente. Cuando volvía de ese estado pétreo parecía anotar cosas por hacer algo, como si el can al encontrar la fuente bebiera por llenar el almacén sin sed alguna, lo que contrastaba con su intensa búsqueda con ademanes de supervivencia.
De pronto como despertando de mis cavilaciones reparé en su acompañante para sumirme más en la pesadilla. Una cabellera castaña y con infinitos rizos coronaba aquella calabaza. Una nariz ganchuda sobresalía del plano facial mientras que los brazos estaban provistos de numerosos brazaletes. No era la visión del propio físico de la mujer lo que ponía la piel de gallina, como en la otra, si no su expresión trágicamente cómica. Los músculos de la cara estaban tan tensos que se podía leer la pura diversión maliciosa, artificial y grotesca del bufón. Esta harpía no dejaba de reír con voz de cuervo, solo paraba algunos instantes para leer el rostro de su compañera y entonces volvía a estallar en cadavéricas risotadas. La visionaria cada largo rato giraba el ordenador para enseñarle a la otra el estado de su obra, la hiena lo leía en silencio y pasados algunos minutos volvía a ceder ante las violentas sacudidas de su caja torácica.
Yo las miraba con sigilo, pero no podía dejar de pensar en el temor de que me sorprendieran en mi observación y eso provocaba en mí un chorro de sudor congelado en la parte de la espalda que contactaba con el respaldo del asiento.
De pronto la histérica empezó a masajear el hombro de la otra. Fue ése el único momento en el que creí ver mi salvación próxima, todo parecía bastante claro ahora, como iluminado por el último rayo del ausente sol: la mujer de blanco tenía claramente alguna que otra limitación física y psíquica que le impedían, entre otras cosas, andar por el mundo sola (por ese motivo quizás su esfínter no lo podía controlar ni la más atenta de las cuidadoras) y la cuidadora con su buen ánimo intentaba animar a su paciente con sus risas y ocurrencias, por eso le masajeaba el hombro con tal pasión maternal.
Y aquí hubieran sido sepultados todos mis temores si aquella "pasión maternal" no hubiera derivado en unos lametones en la oreja y unos febriles y entusiasmados mordiscos en los impasibles labios cardenos.
Instintivamente giré el rostro y decidí concentrarme en el paisaje, pero no pude resistir ante el insinuante reflejo del cristal cuando de pronto creí ver aquellos focos de muerte clavados en mi persona, entonces la visionaria escribió algo irrevocable cuya lectura a ojos de su bufón produjo un extásis de gemidos y entrecortadas risotadas.
De pronto noté todos los músculos paralizados, intenté gritar pero desgraciadamente ningún pasajero parecía oírme, solo podía mover los ojos, único órgano del que parecía carecer la muerta de mi derecha. De pronto lo ví claro. ¡Eso era lo que quería aquella bruja! ¡Mis bellos ojos! Desde que entró, no hizo más que anularme los sentidos con su olor a muerte, las risotadas de su pelele, este sortilegio para agarrotar mis músculos...En medio de estos pensamientos caí en la cuenta de algo aterrador, faltaba un sentido por anular por aquellos satánicos seres: el gusto.
En ese preciso instante abrí los ojos y forcé la visión del lateral derecho ya que no podía mover la cabeza y las pude ver leyendo lo que acababa de escribir la ama, entonces la bufona cantó con una ronca voz que aún me hiela las entrañas:
"No daba su brazo a torcer el muy imbécil,
(je,je) aunque pensandólo y pasándolo bien,
lo tenía bloqueado por agujas y estaba débil,
(je,je) espera cuando descubra que por su sien,
derrámase carmín de forma infiel (je,je)."
Y con terrible sorpresa vi como se cumplía el maléfico verso, pues aunque no podía tocar los ojos, una ola de líquido rubí se debía de estar derramando por toda la cara hasta las cuencas de los ojos para acabar derramándose encima de una involuntariamente extendida lengua que absorbía aquel sabor a hierro sanguinolento.
De las visiones que tuve en adelante ya no quiero referir nada más, ni de los cánticos que tanto he intentado borrar de mi memoria con el éxito de un luchador de sumo en el mundo del ballet, solo añadiré que más adelante estaba sentada la tercera lunática del trío infernal y que de vez en cuando venía para dar un hilo que tensaba la hiena y la cadavérica cortaba con una afilada uña negra que parecía podrida desde tiempos inmemoriales. ¿Cómo sobreviví? Porque el atento y ateo lector habrá observado que estoy relatando esta historia en pasado y se preguntará cómo lo hice para salir de aquel infierno.
Pues bien, soporté todo tipo de inclemencias y torturas forzando a mis párpados a permanecer cerrados la mayor parte del tiempo, pero como no eran los ojos mismos (único órgano infranqueable para aquellos demonios), me desobedecían la mayor parte del tiempo. Así en el transcurso de aquel viaje aprendí a no ver con los ojos bien abiertos, ese fue mi gran triunfo, aprender a ser ciego.
Cuando llegamos a la última parada el asustado conductor al ver el alterado estado del último pasajero que quedaba llamó a la policía y entre dos agentes me bajaron a pulso del autobús.
Allí, en la fría calle de Barcelona, recuperé mis sentidos, todos menos mi preciada vista que se fue para siempre en aquel coche en el que según mi imaginación, se despedían de mí con obscenos gestos las dos esbirras al tiempo que la muerta con mis vivos ojos negros clavados en el infinito recitaba aún con su impasible ademán:
" Y ya lo dicen "la curiosidad mató al gato",
aunque este ciego tuvo más suerte,
solo pagó con su vista y un mal rato,
lo que al felino fue la muerte "
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