lunes, 9 de agosto de 2010

Aquelarre de media noche

El bus avanzaba por la eterna carretera luchando contrarreloj, pero la oscuridad nocturna parecía empecinada en vencer y extender su sedoso manto, por eso se insinuaba ya a lo lejos.
Llevábamos unas cuatro horas de viaje. A pesar de que los asientos eran bastante confortables, coger el sueño después de aquel inagorable tazón de café era ardua tarea, de manera que ,como muchos pasajeros, ya lo había intentado todo para combatir al terrible hastío. Un pesado volumen adormecido que guardaba en su interior las aventuras del club Pickwick y un cadavérico reproductor de música derrotado al que le había abandonado hasta la batería, yacían como funesto resultado de la contienda.
Mi última baza era el monitor del autobus que mostraba orgulloso y patético una película elaborada en la más refinada de las pastelerías.

Pasé un rato mirando como el árido paisaje corría sin descanso y al final sin previo aviso los párpados engordaron y cedieron a la pesada gravedad con la facilidad de un pendón.
Me despertó un atentado al olfato, alcé la vista y solo había pasado una hora desde que me sorprendiera el sueño. A pesar de tener los sentidos agarrotados , aún en el estado alpha, el hedor me conmovía de tal manera que traté de averiguar el foco, el origen de esa esencia pútrida y no fue difícil. Era un olor-guía, se podría decir que si hubiera dejado una estela tras de sí en el aire, no habría sido más fácil su seguimiento.

A mi derecha, en la última fila de asientos del coche, estaban dos nuevas pasajeras.
La más próxima a mí se levantó para coger algo de la maleta y con este movimiento liberó al mórdido tufo que se volvió a extender tan rabioso que casi se podía tocar la espuma de su ira en el ambiente.
Giré la cara con violencia, pasando de todo tipo de convenciones sociales a las que ,por otro lado, mi agresora nasal tampoco parecía respetar en demasía.

Al fin me armé de valor y eché una ojeada a la agresora y a su acompañante.
Debo admitir que debido a mi oficio me consideraba un hombre que temía a pocas cosas en este mundo y digo "consideraba " porque lo que encontré al otro lado me heló la sangre cambiando mi concepción.
La mujer más cercana a mí sería una mujer de unos cuarenta años de edad. El escaso pelo que poblaba su cabeza era onulado y negro como sus ojos, aunque al lado de éstos parecía blanco. Los ojos eran como dos pequeños cráteres con su expresión de infinita malicia en el vacío, al contemplarlos me parecía reconocer por primera vez en mis treinta y cinco años de vida al verdadero color negro. Contrastaban estos anos en el rostro con la blanquecina ausencia de pigmento en la piel de la mujer que parecía fundirse con el sencillo vestido albino que cubría el cuerpo de aquel ser.
Estaba descalza, como yo a causa del agradable tacto de la alfombra, y sobre sus piernas reposaba un portátil en el que parecía escribir de vez en cuando algún que otro verso de un poema o un cántico, qué se yo.
Un mareo me sacudió, pese a haber desestimado su intervención en momentos de mi intensa lectura de los relatos de Dickens, ahora aparecía de pronto sacudiendo hasta el último átomo de mi cuerpo, seguramente alentado por el asfixiante olor y la visión de mi acompañante.
Con entereza y controlando mi respiración conseguí no eliminar , pues eso era imposible, pero sí someter a este desfallecimiento para seguir observando el morboso espectáculo que se gestaba en la otra ventanilla.

El oloroso ser de blanco parecía perdido en la observación del vacío o el más allá, solo de vez en cuando volvía para anotar alguna rima o estrofa, pero lo raro del asunto es que esa especie de contemplación de la nada no parecía ser intencionadamente una búsqueda de inspiración como cuando un sediente perro busca una fuente. Cuando volvía de ese estado pétreo parecía anotar cosas por hacer algo, como si el can al encontrar la fuente bebiera por llenar el almacén sin sed alguna, lo que contrastaba con su intensa búsqueda con ademanes de supervivencia.

De pronto como despertando de mis cavilaciones reparé en su acompañante para sumirme más en la pesadilla. Una cabellera castaña y con infinitos rizos coronaba aquella calabaza. Una nariz ganchuda sobresalía del plano facial mientras que los brazos estaban provistos de numerosos brazaletes. No era la visión del propio físico de la mujer lo que ponía la piel de gallina, como en la otra, si no su expresión trágicamente cómica. Los músculos de la cara estaban tan tensos que se podía leer la pura diversión maliciosa, artificial y grotesca del bufón. Esta harpía no dejaba de reír con voz de cuervo, solo paraba algunos instantes para leer el rostro de su compañera y entonces volvía a estallar en cadavéricas risotadas. La visionaria cada largo rato giraba el ordenador para enseñarle a la otra el estado de su obra, la hiena lo leía en silencio y pasados algunos minutos volvía a ceder ante las violentas sacudidas de su caja torácica.
Yo las miraba con sigilo, pero no podía dejar de pensar en el temor de que me sorprendieran en mi observación y eso provocaba en mí un chorro de sudor congelado en la parte de la espalda que contactaba con el respaldo del asiento.

De pronto la histérica empezó a masajear el hombro de la otra. Fue ése el único momento en el que creí ver mi salvación próxima, todo parecía bastante claro ahora, como iluminado por el último rayo del ausente sol: la mujer de blanco tenía claramente alguna que otra limitación física y psíquica que le impedían, entre otras cosas, andar por el mundo sola (por ese motivo quizás su esfínter no lo podía controlar ni la más atenta de las cuidadoras) y la cuidadora con su buen ánimo intentaba animar a su paciente con sus risas y ocurrencias, por eso le masajeaba el hombro con tal pasión maternal.
Y aquí hubieran sido sepultados todos mis temores si aquella "pasión maternal" no hubiera derivado en unos lametones en la oreja y unos febriles y entusiasmados mordiscos en los impasibles labios cardenos.
Instintivamente giré el rostro y decidí concentrarme en el paisaje, pero no pude resistir ante el insinuante reflejo del cristal cuando de pronto creí ver aquellos focos de muerte clavados en mi persona, entonces la visionaria escribió algo irrevocable cuya lectura a ojos de su bufón produjo un extásis de gemidos y entrecortadas risotadas.
De pronto noté todos los músculos paralizados, intenté gritar pero desgraciadamente ningún pasajero parecía oírme, solo podía mover los ojos, único órgano del que parecía carecer la muerta de mi derecha. De pronto lo ví claro. ¡Eso era lo que quería aquella bruja! ¡Mis bellos ojos! Desde que entró, no hizo más que anularme los sentidos con su olor a muerte, las risotadas de su pelele, este sortilegio para agarrotar mis músculos...En medio de estos pensamientos caí en la cuenta de algo aterrador, faltaba un sentido por anular por aquellos satánicos seres: el gusto.
En ese preciso instante abrí los ojos y forcé la visión del lateral derecho ya que no podía mover la cabeza y las pude ver leyendo lo que acababa de escribir la ama, entonces la bufona cantó con una ronca voz que aún me hiela las entrañas:


"No daba su brazo a torcer el muy imbécil,
(je,je) aunque pensandólo y pasándolo bien,
lo tenía bloqueado por agujas y estaba débil,
(je,je) espera cuando descubra que por su sien,
derrámase carmín de forma infiel (je,je)."

Y con terrible sorpresa vi como se cumplía el maléfico verso, pues aunque no podía tocar los ojos, una ola de líquido rubí se debía de estar derramando por toda la cara hasta las cuencas de los ojos para acabar derramándose encima de una involuntariamente extendida lengua que absorbía aquel sabor a hierro sanguinolento.
De las visiones que tuve en adelante ya no quiero referir nada más, ni de los cánticos que tanto he intentado borrar de mi memoria con el éxito de un luchador de sumo en el mundo del ballet, solo añadiré que más adelante estaba sentada la tercera lunática del trío infernal y que de vez en cuando venía para dar un hilo que tensaba la hiena y la cadavérica cortaba con una afilada uña negra que parecía podrida desde tiempos inmemoriales. ¿Cómo sobreviví? Porque el atento y ateo lector habrá observado que estoy relatando esta historia en pasado y se preguntará cómo lo hice para salir de aquel infierno.
Pues bien, soporté todo tipo de inclemencias y torturas forzando a mis párpados a permanecer cerrados la mayor parte del tiempo, pero como no eran los ojos mismos (único órgano infranqueable para aquellos demonios), me desobedecían la mayor parte del tiempo. Así en el transcurso de aquel viaje aprendí a no ver con los ojos bien abiertos, ese fue mi gran triunfo, aprender a ser ciego.

Cuando llegamos a la última parada el asustado conductor al ver el alterado estado del último pasajero que quedaba llamó a la policía y entre dos agentes me bajaron a pulso del autobús.
Allí, en la fría calle de Barcelona, recuperé mis sentidos, todos menos mi preciada vista que se fue para siempre en aquel coche en el que según mi imaginación, se despedían de mí con obscenos gestos las dos esbirras al tiempo que la muerta con mis vivos ojos negros clavados en el infinito recitaba aún con su impasible ademán:

" Y ya lo dicen "la curiosidad mató al gato",
aunque este ciego tuvo más suerte,
solo pagó con su vista y un mal rato,
lo que al felino fue la muerte "

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