Aquel cartel me tenía hipnotizado. Desde que entramos en el vagón y mecánicamente escogimos estos asientos al lado de la puerta que da a la cabina del conductor, todo me daba mala espina. El cartel estaba pegado al vidrio desde afuera siendo su contenido visible solo para el exterior. Desde el interior del vagón solo se podía ver algún reflejo con cada uno de los distanciados focos del túnel.
Cuando llegamos, ella también se sintió tentada por aquel letrero inalcanzable, pero poco después le pudo el cansancio y reposando su cabeza portadora de aquel rostro angelical en mi hombro se hizo esclava de Morfeo.
Salimos al fin del túnel pero era noche cerrada y no se presentó más oportunidad de desflorar el secreto del letrero por su retaguardia. Como ella razonó al entrar debía de ser el anuncio de un pobre desaparecido. "Ojalá esté bien" añadió con voz de niña.
La intriga me carcomía por dentro, algo en todo aquello me era demasiado onírico. ¿Cómo podía estar tan conmovido por esa pequeñez? Allá donde reposaba mi ángel en lo más profundo del mundo de las quimeras estaba mi epicentro de desgracias. Era un ángel caído por falta ajena. Mi mísero sentimiento de impotencia era azote día y noche, verme atado de manos y pies, mientras toda mi realidad mundana mutaba sin piedad. Era una lenta y agónica tortura.
El tren emitía un ruido monótono en medio de la noche y el vagón estaba casi vacío. Este hecho hacía ciertamente sorprendente que tantos viajeros cruzaran varios vagones con destino a la puerta de mi espalda, la del conductor.
Por allí se perdían y aparecían al rato. Entraban con paso decidido algunos, otros temblorosos y , si te parabas a observar, todos salían como si hubieran adelgazado cien quilos de golpe.
Cada vez que aparecía un nuevo visitante, éste lograba sacarme de mi contemplación. Por eso empecé a creer que estos hechos eran parte de un todo. Mi estado melancólico y depresivo condicionado por mi situación moral de ineptitud como mero observador del rumbo de la demente creación jactábase de haberme vuelto ciego, sordo e inapetente de cualquier movimiento o aleteo del mundo exterior. A penas hablaba con nadie y cuando no estaba con mi ángel, vivía en soledad todo el tiempo de la mano de aquella ingente bestia que me cuidaba.
Pero... aquel lugar... aquella noche... todo era distinto. La realidad parecía ser mía, haber sido creada en consonancia con mi asfixiante lastre. Se fundía con el anuncio de la ventana y todos aquellos tipos recorriendo vagones y vagones para ver al conductor. A lo mejor, acorde a mi fúnebre sino, el masivo peregrinaje se debía a un deseo común de una serie de almas atormentadas y citadas en ese mismo tren de ser conducidos más allá de la vida terrenal, a lo mejor eran suplicantes sombras que imploraban por un descarrilamiento. El hecho es que daban un portazo tras el que desaparecían por momentos.
La respiración de mi querubín me devolvió a la parte más palpable de aquel mundo que creía haber creado. Viendo la oscuridad que rodeaba al opalescente cartel imaginé las olas de aquel suave mediterráneo. ¿Qué harían ahora que nadie las veía?. Pero de nuevo me asaltaron mis fantasmas y justo cuando creía que iba a perder la cabeza en mis escarbadoras cavilaciones un inexplicable y siniestro rayo de luz lunar iluminó el despiadado enigma. Con inexplicable rapidez me fue posible leer la información desde el dorso y entonces el sangriento chorro de luz desapareció.
El blanco volvió a la nota y de pasada se instaló también en mi cara acompañado de un helado sudor.
Ahora todo cobraba sentido. Una especie de terremoto se manifestó en mis entrañas. Un terremoto que ya hacía tiempo que latía y que se había gestado en la inmunda fatalidad del mundo hostil que forma la sociedad con los olvidados. Ese mundo de aguas infectas en el que los condenados buscan algo de fe en las cloacas mientras que los encargados de crear las aguas fecales, conscientes o no, viven en un mundo estable construido con las alcantarillas como cimientos.
El seísmo vital que me sacudía se manifestó con espasmos en las articulaciones. Allí estaba la nota como si nada hubiese pasado, así que decidí actuar en consecuencia. Dejé con delicadeza a mi querubín entregando todo el peso de su inconsciencia a la nuca recostada en el asiento y abrí aquella maldita puerta.
En el momento de abrir me percaté de que hacía algún rato que había dejado de ser frecuentado lo que fuera que estaba al otro lado, lo que corroboró mis elucubraciones de que en cierta manera había llegado mi momento, que la realidad acababa de inclinar la cabeza sin dejar de mirarme a los ojos como diciendo "¿tiras o qué?".
Estaba en la ansiada habitación. Baste decir que la suntuosa decoración de aquel receptáculo de veneno no tenía nada parecido a un supuesto vagón de conductor. No estaba sorprendido, la lectura de la nota ayudaba en parte a esta seguridad.
En vez de los mandos de control con infinitas lucecitas que uno se imaginaba, me encontré de pronto en una especie de despacho con sus enormes cortinas color escarlata y repleta de antiguos cachivaches, en el centro había un gordinflón vestido con gran elegancia y escribiendo detrás de una de esas lámparas de mesa que tienen los médicos.
- Aquí está el señor L. señor- dijo una voz en las tinieblas y por primera vez reparé en la facilidad con la que se abrió aquella pesada puerta y recordé como en un sueño que al coger la maneta, ésta giró con increíble subordinación.
El hombre de rostro color amarillento como un pergamino que acababa de anunciar mi nombre, después de una leve seña de su jefe sacó un amarillento pergamino de su bolsillo y armado con una pluma y una caballeresca diligencia hizo el movimiento que hace un profesor a la vista de una falta.
-Pase señor L. , siéntese- dijo el jefe. Le miré con ojos salvajes y dudé en sentarme en aquella butaca confortable. No lo hice. No contesté. Él continuó:
-Bueno sí, quizás mejor así. Resulta todo un tanto violento. Usted viene por el anuncio ¿no es eso?
Ante mi silencio aquiescente siguió el gordinflón con el desenlace:
- El anuncio es claro y conciso, imagino que usted estará al cargo de todas las condiciones que son pocas, pero innegociables. Tengo constancia que en su caso no es imprescindible la concesión de un tiempo para gastar esta pequeña fortuna, de manera que la cifra que le corresponde a usted es la que ponía en su anuncio y debo confesarle que es algo superior a la de aquellos pobres diablos que a vista de un ciudadano arquetípico tal cual han entrado por esta puerta han salido. En su caso, ya que la fortuna que viene a buscar no es para usted, ese inane tiempo se ve recompensado por una remuneración equivalente según los patrones del $/ hora estipulado en el Real Decreto. Si me firma aquí ya solo necesitamos que dé algunos datos a Alfred (y dicho esto sonrió al anciano de detrás de la puerta) referentes a la heredera y le tomaremos una muestra de sangre.
Ante mi silencio, el hombre concluyó:
- En fin. Estas cosas son así. El glorioso club que tengo el honor de presidir tiene el honor de darle la bienvenida a usted ,señor L. , como pieza de caza del gran Torneo que acoge este año su decimocuato aniversario y ahora si es tan amable...
Y con un la palma abierta y el dedo pulgar señalando al techo me indicó la situación exacta del viejo mayordomo. Mirando a éste que ya tenía una polvorienta mano en mi hombro añadió:
-Cuando acabe con la muestra Alfred, traigamelo de vuelta para que le aclare la situación exacta que debera ocupar en el encuentro castrense.
Lo último que recuerdo de aquella funesta, tétrica pero redentora noche es el postrero punto de aquel contrato que me hizo posible observar a través de una mirilla cómo mi doble le daba la noticia al ángel que yo adoraba de que le había tocado la lotería a su viejo y aquella cara angelical anegada de lagrimones es el recuerdo que me quiero llevar a la tumba antes de que me coja uno de esos sabuesos que preceden a aquellos señoritos a los que vendí mi alma.
Según las investigaciones que llevamos a cabo los descendientes de aquel desdichado concluimos ,amable lector, que lo más probable es que la última imagen en aparecerse a nuestro pariente antes de recibir mordeduras y fogonazos fue la opalescente , pero ya desnuda de misterio, nota.
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