martes, 12 de octubre de 2010

El potro de todos

Yo era consciente de mi calidad de ser excepcional, sabía que algo corría por mis venas, que jamás nadie entendería.
Analizaba a la gente como un extraño, simplemente me sentía un ser trascendental.
Mi padre se podía reír de mi fingida sensibilidad o santurronería espiritual cuando me oía eructar o increpar como un mandril más a los politicuchos, pero nunca sabría de mis grutas tan enraizadas en el subsuelo, en el magma latente.
De hecho, nadie me conocía. Las personas juzgan en función de lo que representas para su ser.
Creo que todos estos pensamientos son la raíz de mi exaltada megalomanía que me lleva a entender la vida como el velo de un Dios malicioso que todo lo ha ideado para estudiar mis movimientos como yo estudio el de los fantoches que él hace entrar y salir de escena para analizarme jocoso.

Pensamientos de esta índole me abrumaban en mi regreso a pie por la tarde. Me sentía un ser eternamente feliz con una cervecita en la mano atravesando la gran urbe.
Sentía como violaba a esa inmensa pantomima de ajetreo y estrés y me amaba hasta sentirme absorto. ¡Qué dulce!¡Perderse en la inmensa ciudad! Pasear por barrios ajenos, ser nadie, un rostro, los gestos, si me apuras...alguna palabra a un desconocido.
Siempre he deseado ser eso, precisamente, una especie de aparición, de sacudida telúrica de la realidad, algo en vibración con la suficiente energía para poner en movimiento a los aletargados transehúntes.
Era una soledad artificial, pero beneficiosa.
Tanto cavilaba que a penas me di cuenta de que un niño se había amarrado a mi pierna derecha como una pequeña sanguijuela.
Sacudí mi pierna, pero como el niño no desistía, no pude sino seguir mi camino con ese lastre. Al fin y al cabo estaba tan calladito y me miraba con el corazón invadido de una virginal fe religiosa que su compañía era incluso de agradecer.
A duras penas había atravesado la mitad de la plaza Concordia cuando un viejecito barbilampiño y de escasos pelos nevados me detuvo y dijo así: "Con esa pierna descompensada, no llegarás muy lejos, los huesos y músculos se desequilibrarán, deja que te ayude y así de paso me haces el favor de aligerar mi anciano peso. Además no se que pensarán los que te vean llévandote a un niño tan pequeño lejos de sus padres"
Acto seguido, sin esperar a mi respuesta afirmativa hizo una "gañota" y, como un cangrejo ermitaño ante el encuentro de un nuevo hogar, se incrustó en la otra pierna.
En el fondo su discurso era lógico y elocuente, sabio y nacido de la vejez. A pesar de que el caminar se hacía ahora más pesado, ciertamente era más regular y estable.
El problema surgió cuando el anciano y el preescolar, comenzaron a increparse, se escupían, tiraban con fuerza de mis extremidades en direcciones opuestas.
Intenté obviar la riña, ya se cansarían...
Pero no hubo manera de avanzar con esas tensiones dispares, ahora aullaban como perros para llamar la atención y decidí tomar cartas en el asunto.
Allí parado en medio de la plaza y haciendo acopio de todo mi ingenio logré reconciliarlos en el corto plazo de una hora.
Eran duros de mollera y cual habría de ser mi sorpresa cuando al fin creyendo haber solucionado los conflictos por debajo de mi cintura, recuperé la altura y me topé con un cura y su sacristán enredados en mi brazo derecho y una jovencita exótica que me clavaba las uñas en el izquierdo.
Ahora todos forcejeaban, incluso las antiguas lapas reconciliadas olvidaron su paz con la nueva discusión superior. La cabeza me iba a estallar, era un alboroto, me había convertido en el centro neurálgico de aquella plaza.
Una bandada de palomas bajó a auxiliar al religioso que ahora gritaba: "Bienaventuradas las que cagan desde las farolas, porque ellas serán reventadas con arroz", mientras unas adolescentes sacrificaban sus carpetas rosas con fotografías de héroes juveniles, para auxiliar a la morenaza de mi iquierda.
Aún no se cómo ocurrió, pero parecía un maldito imán en el centro de la plaza, a dos escasas horas de sus inicios, en la trifulca ya participaban: el panadero, los paquistaníes del "badulaque", las madres que iban a recoger a los niños al colegio, algunos conductores que a varias calles habían oído gritos y sin dudarlo un instante habían abandonado sus vehículos colapsando el tráfico (hecho que justificaba las desagradables bocinas), varios perros, mendigos harapientos, el alcalde que por ahí paseaba...
Creo que nunca lograré esclarecer quién fue el verdadero culpable, pero lo cierto es que el equilibrio de fuerzas hizo aguas por algún lado y se oyó un angustioso crujido irreversible en mi interior. Los homicidas tardaron tanto en aparecer como en desaparecer y solo, tirado en el gris asfalto, bajo la maliciosa sonrisa de la luna y del alumbrado público, deshecho en una masa deforme, lloré de alegría por ser yo y me puse a inmortalizar mi suerte en un poemilla.

No hay comentarios: