Era una bonito día de invierno acariciado por los ténues rayos de un tímido sol que parecía haber perdido la memoria de tiempos veraniegos abrasadores y exuberantes de energía.
A través de los cristales de la biblioteca veía a los niños serpenteando con sus pequeñas y coloridas bicicletas seguidos por un mastín de las nieves que había venido a parar a tierras cálidas Dios sabe por qué extraños frutos de la evolución y lucha entre razas terrestres.
En resumidas cuentas, con el portátil en las narices y los ojos encima de éstas, con las pupilas dirigidas al otro lado del vidrio, era la viva imagen de una escultura bautizada ingeniosamente por el artista como "concentración".
Fue entonces, de súbito (ya nadie se sorprende, porque estas cosas acostumbran a suceder así en los cuentos, ¿no es cierto? De súbito, de pronto, de repente...) hizo su aparición en escena...la MOSCA. (Dados los pobres recursos del cuentista, haga el favor el lector de añadir al ambiente cerebral, música de aparición de telenovela)
Cabalgando los aires, con los pelillos de su calva ondeando por las turbulencias de las diáfanas alas, vino a posarse en el centro neurálgico de la "concentración", en el punto vital donde luchaban todas aquellas fuerzas expresivas: el aburrimiento, el deber incumplido, las ansias de libertad, la ensoñación... ¡Eso es! Justo en aquellas arrugas concentradas entre la napia y los ojos, vino a posarse el insecto endemoniado.
La primera reacción, después de irse al traste la quietud de la obra de arte, fue un manotazo que ,ágil, esquivó el insecto, perdiéndose un segundo después ,como el punto negro de la nariz de una adolescente, entre las estanterías de "Botánica" y "Piragüismo".
Volvíame a acomodar de nuevo, acordándome de las fatídicas profecías sobre la ergonomía y los portátiles, cuando se dignó a volver.
Todo hay que decirlo y por muy mosca cojonera que fuera, es de caballeros reconocer el mérito, pues en sus ojos de cuadrícula se veía relucir el orgullo del que sabe y domina los últimos conocimientos sobre trasplante de frutales.
De todas maneras, con algunas ideas más en mente o no, vino a posarse igual de cojonera con sus filamentos en mi oreja derecha.
La espanté y con una cabriola digna de admiración fue a parar a la otra oreja (A primera vista se trataba de un insecto muy correcto y purista desde el punto de vista de la forma: ejecución simétrica, silbido constante...de nueve sobre diez).
Mis manotazos empezaban a ser dirigidos por un cerebro contaminado por la creciente ebullición de mala ostia dando como resultado, hacia la quinta bofetada, la intromisión de un dedo en el ojo derecho. Ojo que no tardó en replicar, como mejor saben hacer los de su clase, irritándose al rojo vivo y enviando al combate de las mejillas a varias de sus mejores lágrimas, que se despedían a su vez con lágrimas de la glándula lacrimal que las vio nacer.
La mosca, que después de la última gran acrobacia reposaba en lo alto de una estanteria, observaba con profesionalidad a su víctima.
Entonces evocáronse en mi representación mental ,de forma atropellada, toda clase de enfáticas imágenes: "La clásica mosca cojonera frotándose las manos, las mismas con las que toca indistintamente un truño de perro, de caballo o mi cara". "Otra mosca con una trompa larga de la que gotea un asqueroso liquidillo verde". "El ingenioso matamoscas, cuyo inventor probablemnte murió en la peor de las ruinas, castigado por una humanidad desagradecida y tan poco preparada para los mesías". "Matar una mosca a cañonazos", la expresión favorita de mi exprofesor de informática para aclarar de forma tan plástica, la sencillez predominante en los alumnos de primero al crear algoritmos, dándoles así alas para soñar con un futuro dorado. "Alas, millones de alas vibrando de forma frenética, oscilando hasta entrar en resonancia con mis ondas nerviosas y hacerme estallar en millones de fragmentos"," La mosca aplastada y exánime en un pequeño charco de sangre", "Sangre oscura como el vino del eterno amante, protagonista de "El cuervo" de Poe. ¿Por qué a mi me perseguía un ser tan insignificante que no valía ni la garra derecha de un cuervo?"...
Las ideas se esfumaron de pronto, había vuelto al ataque. Este asalto duró unos cinco minutos materializados en varios zumbidos en ambos oídos por igual sin más represalia quealgún que otro torpe manotazo desafortunado.
No podía más, el portátil había caido hacía un buen rato al suelo, víctima de un mamporro destinado al infernal insecto, los papeles todos desparramados por la mesa eran un buen tributo al caos y yo empezaba a desarrollar (pues el organismo se adapta a cualquier situación, de eso no cabe la menor duda) múltiples tics manifestados en párpados, cejas, ambas manos, cuello y hombros.
Aprovechando una cortísima tregua recogí todos mis bártulos y me precipité a la salida, seguido desde la corta distancia por mi plúmbea agresora.
En la calle, que con mis largas zancadas ya agotaba a toda prisa, se le ocurrió recordarme su presencia de forma intermitente, lo justo para no dar cabida a un posible y fugaz atisbo de esperanza.
En el ascensor de mi edificio tuvo lugar una de las peores provocaciones de las habidas hasta el momento, pues parada en el botón del quinto (mi planta) pedía a gritos ser exprimida por un sanguinario pulgar. Creo que no es menester decir que el resultado en aquel cubículo fue un esguince de dedo gordo.
Al fin llegué a casa y cerré de un portazo.
Meses más tardes se discutiría en una junta la necesidad de abonar una derrama para pagar el ingente número de lámparas, números metálicos arrancados... destruidos en aquella ocasión, pero ya no sería mi asunto.
Fue entonces cuando decidí hacer algo que debía haber hecho hacía mucho tiempo (una de esas oraciones que abren un mundo por si solas).
No tenía las habilidades fruto de la experiencia, pero a cambio poseía una mosca cojonera que lo vigilaba todo desde mi cabellera, de manera que tardé poco en desnudarme y cuando el chorro de agua violó a mi casta suciedad y el pesado ruido de los rayos de agua anegó toda la existencia, perdí la noción de mi condición de preso.
Pasé varias horas bajo la ducha, creo que en parte fue para recuperar el tiempo perdido. Tiempo que rondaba los meses. Así que salí cuando la piel era digna de envidia hasta por una pasa.
Firme creyente de una ley universal que gobierna recompensando a sus seres por las buenas acciones y castigándolos por las malas (di "karma" coño, que acabamos antes), en seguida atribuí a la purificadora ducha, la desaparición de mi carcelera y mi vida prosiguió con la tranquilidad que proporcionan las explicaciones lógicas a la conciencia humana (Conciencia humana...¿La hay de otro tipo? No me suena).
Seguramente lo que experimenté dos meses después se podría calificar atinadamente como "el ojo del huracán".
Desayunaba un zumo de naranja y un cargadísimo bocata de queso, ya casi del todo recuperado del trauma, cuando noté que algo se movía entre la masa de pan y queso que mis muelas se empeñaban en machacar. Invadido por una especie de premonición corrí forzando el cierre de las mandíbulas hasta el cuarto de baño y una vez allí, con la cara empapada de sudor, me miré al espejo al tiempo que separaba con precaución los labios haciendo posible la reflexión de mi oscura gruta bucal profanada por mi acérrimo tarturador alado, que de nuevo se frotaba las manos entre restos de queso y pan sobre mi lengua.
Fue entonces cuando comprendí cual era la única escapatoria posible: mi acrobacia hubiera sido digna de elogio por el mismísimo moscardón del infierno que mantenía cautivo en mi boca.
¡Sí! ¡Por primera vez era yo el carcelero, y ella la encarcelada!...Mientras surcaba los cielos sólo pensaba en mi épica victoria que seria narrada en fábulas, cuentos y demás medios. En los pocos instantes de vuelo empecé a pensar que todo había valido la pena, sólo para llegar hasta aquí, para poder degustar este instante. La amenaza y asedio desproporcionados rallando la injusicia grotesca de aquel día de estudio, habían merecido la pena.
El impacto fue contra un todoterreno y pronto estalló una algarabía de alarmas (tanto la suya como la de algunos vehículos próximos y solidarios). Acomodado entre los restos de cristales y ensangrentado a más no poder, esbocé una sonrisa de comisura a comisura, dejando sólo un pequeño agujero en el centro de los labios, agujero por el que cojeó la mosca herida de levedad, que tras frotarse las patas por última vez, dio por finalizado su cometido y se perdió entre el gris de los edificios.
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