sábado, 6 de septiembre de 2008

La muerte diaria

Era de noche y todos dormían. Hacía un calor asfixiante, todo el cuerpo pegajoso de sudor se enredaba con las sábanas. Notaba la boca pastosa y los ojos cansados. Sabía que ya era de noche y que él pronto llegaría.
Inquieto a más no poder por tan aterradora visión, me movía sin descanso, buscando una posición digna, cómoda. ¡Era imposible!Apenas llevaba unos minutos echado boca abajo, empezaba a estar incómodo y me giraba apoyándome sólo en un costado.
Me incorporé y en medio de la oscuridad busqué la cama de E., allí sumido en un profundo sueño permanecía inmóvil.
El calor era asfixiante de verdad, y él estaba al caer.
Muchas ideas circulaban arrollándose las unas a las otras por mi mente con desesperación, como en una de esas películas americanas en las que algún mal amenaza a la humanidad y las personas empiezan a huir despavoridas en medio de un caos, así surcaban las ideas por el aire de mi mente.
Unas hacían alusión a hechos pasados, otras conjeturaban sobre el futuro: en definitiva, un combinado letal y explosivo, el perfecto reclamo para su aparición. No me equivocaba, al fin llegó.
En medio de la noche silenciosa, oí un amargo lamento que duró lo menos una eternidad, mientras todos dormían, un lamento sincero y único.
Un lamento tan aterrador que si alguien lo pudiera oír, seguro que pensaría en historias de seres fantasmagóricas y de almas en pena purgando por sus faltas, pero yo no, sabía que ese aullido salía de mi ser como el agua borbotea en una fuente y eso era lo desquiciante.

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