sábado, 3 de julio de 2010

Por veinte cochinos euros o de como el hombre convirtió tiempo y vida en papel

Era una calurosa noche del mes de Julio y las olas exaltadas mordían con brutalidad a las inmóviles rocas. Desde el pequeño sendero que lindaba con el inmenso dominio de Poseidón avanzaba R. en silencio.
Además del encarnizado combate entre elementos, también eran audibles los moradores de aquellas tierras extrañas. Gritos, llantos, estridentes risotadas y sobretodo un ruido muy peculiar del lugar, el del vidrio de las botellas.
Ya hacía un par de días que las temperaturas habían llegado a su cénit y la tregua parecía aún lejana, pero R. no tenía tiempo para sentir la refrescante brisa del mar para reconfortarse, así que avanzaba apretando en el puño izquierdo aquel recorte de periódico.
Tardó una media hora en llegar al caserón. Estaba en las afueras del pueblucho y sólo de vez en cuando se oía algún que otro lejano chiste relatado a grandes voces por el curda de turno.
R. picó al timbre y mostró su cara a la cámara.
Después de un leve sonido electrónico la verja se abrió.
R. notaba el gustoso tacto del césped húmedo mientras avanzaba y contemplaba absorto el apoteósico satélite suspendido detrás del caserío.
Mientras apretaba con insitencia el recorte de periódico, R. examinaba el jardín y no dejaba de ver bultos aislados y siluetas que sólo se materializaban gracias al metálico naranja de los pitillos que se encendían los presentes, la mayoría inmersos en largas discusiones en forma de susurro que se perdían en el calor de la noche.
R. llegó a la puerta principal y la empujó con decisión.
" Buenas noches, venía por lo del anuncio". La recepcionista, una cincuentona que no se teñía las canas, sonrío con frialdad y valiéndose de una cochina queja se agachó debajo del mostrador para reaparecer algunos minutos después con un par de gruesos volúmenes.
" Mira, si eres tan amable, me firmas aquí, aquí, aquí, aquí, aquí...". Así transcurrió el primer cuarto de hora de R. en el centro, después del cual R. pudo oír con alivio el enésimo adverbio y le fue concedido sentarse en la polvorienta sala de espera.
R. intentó coger los volúmenes de varias maneras, pero todas vatizinaban catastróficas consecuencias.
" ¿Por qué no usas la carretilla como todo el mundo?", dejó escapar la recepcionista por encima del best-seller en el que se había enfrascado, mientras señalaba a una soñolienta carretilla de color rojo apoyada en la recepción.
R. asintió con obediencia, cargó todos los libros en la carretilla y se perdió por el oscuro pasillo que llevaba a la sala de espera.
No había ni un alma y el silencio era rotundo. R. sacó sus viejas gafas del bolsillo y acomodó el primer "tocho" encima de sus rodillas. Para abrirlo tuvo que hacer tanta fuerza, que se prometió que para el siguiente tomaría precauciones cogiendo suficiente aire.
R. sopló y el polvo de la sala creció dos palmos, le llegaba por los tobillos.
"De dónde demonios sacaré yo un bolígrafo" , se preguntaba cuando la impertinente voz de la recepcionista sonó por un altavoz: " A tu espalda cachalote"
Era verdad. En la mugrienta pared, debajo de un ténue farolillo, colgaba como un ajusticiado bandolero, una estilográfica oxidada. A la derecha del tétrico cadáver colgaba un cuadro con una serie de notas. R. cogió una vela que había en una mesilla y se acercó, eran las instrucciones de uso.
Después de leerlas atentamente es preciso decir que R. palideció un poco, pero su alma pareció hacer un esfuerzo como concentrándose en alguna idea o pensamiento que no era capaz de escapar de su interior.
R. suspiró y cargó de nuevo los libros en la carretilla hasta acercarlos a la pared, pues la pluma estaba allí amarrada. El roído sofá no lo pudo mover porque estaba clavado en el suelo.
Cuando estaba ya todo listo, R. suspiró de nuevo, se secó el sudor de la frente y se hundió la parte posterior de la oxidada pluma en una pequeña vena del antebrazo y allí de pie, en medio de la nada, empezó con el primer volúmen.
Tres horas más tarde, la recepcionista era despertada con unos leves toquecitos por un exhausto R. que evidenciaba que había conseguido salir con vida nadando de aquel habitáculo lleno de polvo. De pronto sonaron como colosales babosas unos extractores que se llevaban todas aquelles ingentes motas que durante tres horas había ido soplando el mismo R. mientras no dejaba de firmar con sus plaquetas, glóbulos rojos y demás.
" Bien, a---com---pá---ñe---me" , balbuceó la recepcionista en medio de un largo bostezo y ambos, aquella rechoncha mujer y el famélico R. se perdieron por unas escaleras que a cada escalón parecían aumentar la temperatura en un grado.
De aquellas siguientes horas R. no recordaba mucho, estas son más o menos las imágenes que retiene R. en su mente: un hombre educado le saluda, le dejan solo y se cambia, se pone esa especie de calzón aparatoso, le subministran las pastillas, todo el tiempo que dura el proceso aprieta el recorte de periódico y piensa en ella, finalmente lo dejan caer en una especie de trampilla por la que se desliza como un auténtico saco de huesos y llega a una especie de calabozo. Pasa algunas horas inconstiente"
Cuando al fin volvió en sí R. todas estas imágenes recién detalladas surcaron su mente. Pasados unos minutos de consternación, R. notó que algo se movía en el polo opuesto de la celda. R. se echó a atrás, contra la pared, aterrado y empezó a gritar:
" Esto no estaba escrito en ningún sitio, por favor, que broma es ésta, déjeme salir, déjeme salir..."
Después de unos breves instantes de silencio en los que el hombre se extenuó a alaridos, una ronca voz provinente del oscuro rincón tomó la palabra: "No te canses que hasta el mediodía no abrirán".
"Tú, tú...¿quién eres? No ponía nada de esto en las cláusulas", contestó R.
"No te asustes cuando me veas, después de todo, si estás aquí es porque la vida ya te ha jugado alguna que otra mala pasada. ¡Que sacrificado es el camino para los que buscan la pureza!"
R. no daba crédito a sus ojos, aquella figura que le habalaba con voz ronca pero calmada era un pequeño simio con bastantes heridas y cicatrices por todo el cuerpo.
R. se apartó un poco de aquel amasijo de carne, pelo, heridas y sangre. Pasado un trágico silecio durante el cual el mono examinó de forma minuciosa al aterrado R. continuó:
"No te asustes, yo estoy aquí por lo mismo que tú, sólo que mi raza tiene aún menos derechos que la tuya. Tu historia no difiere en nada de la de todos los demás, tipos como tú vienen cada noche y lloran de impotencia por las injusticias humanas, algunos llegan a ese conocimiento por medio de algún mal que se les cruzó en el camino, y una vez conocida la cara sórdida, no solo de la vida en sí, si no de la sociedad que les rodea nunca vuelven a ser los mismos. Ya nadie les entiende, los que encajan en la vida de la manada no pueden comprender nada de fuera, nada. Los que llegáis aquí en cambio, algunos de vosotros, sabéis lo que es la marginación, la exclusión...la apestosa hipocresía que es contraria a la esencia misma de la vida por muchas teorías de la supervivencia que existan. Sí, un mundo en el que una sonrisa de un niño se ha de pagar con tantas otras lágrimas de muchos; donde los peores crímenes se silencian y el rebaño se emociona ante escenas artificiales e inertes, una vida sin sentido alguno, si no que haces tú conversando con un mono?"
Al otro lado de esas cuatros paredes, mientras R. mantenía esa patética charla con el mono imaginario, los médicos que curen nuevas enfermedades en el futuro, no perdían detalle de las alucinaciones del joven R.


Ya eran las doce de la mañana y R. avanzaba como un cadáver por el mismo sendero que había recorrido por la noche, un arrogante y opulento sol golpeaba su cabeza a distancia, no se oía ya ruido alguno de botellas, los habitantes debían de estar durmiendo la mona en la playa. R. andaba un poco de lado, pues tenía un brazo bastante cicatrizado, pero como consuelo en el puño del otro brazo, donde otrora apretaba el recorte de periódico, ahora propagaba su esencia un azulado billete de veinte euros.

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