Ablof nació guapo, bello, hermoso. Ya desde su tierna infancia destacaba por sus facciones sobre todos los demás mocosos, tenía todo lo que un rostro masculino podía desear.
Aristócrata de abolengo nunca pasó penurias y siempre le mostró la vida su cara más dicharachera, así que en la universidad del condado un séquito de feminas servían de refulgente estela del joven caballero.
Colmado de alabanzas y suspiros la vida no le daba batalla, así que las provocaciones venían del que a las grandes empresas había sido destinado.
Así que en vez de tomar el camino marcado por su prematura buenaventura, desde que fue consciente de su don lo puso al servicio de las tinieblas.
Sabido es que conquistó a miles de mujeres, se rumoreaba en todo el condado que en la aldea de la que era natural el joven Ablof no existía mujer alguna que no hubiera degustado sus pálidos labios, incluso se llegó a afirmar que todos los niños que nacieron en el año en que Ablof contaba veinte años desde su nacimiento eran todos ellos fruto de sus embriagadas pasiones con las lugareñas. ¡Toda una hornada!
Fábula o no, lo cierto es que el hermoso mancebo hizo y deshizo cuanto quiso. Plebeyas a las que prometía el oro y el moro, una vez consumido su frescor eran abandonadas con una carta humeante de azufre conteniendo algún poema desgarbado en sus formas, pero agudo e hiriente en su contenido. Ni la miseria, ni la desolación eran carcoma para los remordimientos de Ablof, que cuanto más mal repartía más sosiego encontraba su alma envilecida.
Un día de verano se enamoró perdidamente. La doncella era de alta alcurnia y una Venus bestial, exuberante con una fragancia natural que potenciaba el deseo de los mortales. Cuentan que su propio progenitor, hombre bueno y sabio, se cortó los genitales de cuajo cuando la niña cumplió quince años con tal de evitar las posibles debilidades del cuerpo.
El caso es qu e Ablof se topó con la horma de su zapato. Era un sentimiento nuevo para él y se desataron instintos de todo tipo en aquel inexperto corazón.
La bella Diana se hizo de rogar y exprimió del joven Ablof todo tipo de humillaciones y sacrificios para acceder a sus encantos, pero después de todas estas epopeyas lo que Dios había unido acabó unido como debía.
Pasaron los años y Ablof, con su leyenda a cuestas, se desvaneció de la lengua popular. Se retiró a una finca con gran extensión de campos y dicen que su atracción marital derivó, como en muchos otros casos, en una adulación, una idolatría obsesiva hacia su compañera en la senda de la vida.
La pareja nadaba en la abundancia y sólo por las noches se escapaba algún lastimero lamento de la alcoba conyugal.
Al principio Ablof no reaccionó por no pisotear la intimidad de su amor.
Pero a la tercera noche Ablof le preguntó por el motivo de su aparente agonía.
Él barruntaba que la joven ninfa se creería desdichada por no tener aún descendencia a pesar de los asiduos intentos o acaso que extrañaría a su familia, pero ninguno de esas vanalidades era el motivo de su tristeza.
La inocente confesión fue :"Desde niña deseé una corona, como la de los cuentos, y ahora temo que nunca la tendré"
En aquel extraño país sólo un orfebre tenía la habilidad para fabricar coronas y sólo la reina tenía la potestad de verse nimbada por tan noble símbolo, y lo que era aún peor: la pena por llevar una corona sin ser S.M la reina era penado con la horca.
Todo eso a Ablof le preocupaba poco. Preso y cautivo como estaba del corazón y los sentimientos, encontrándose sepultado en el recuerdo el voluptuoso y vil Ablof de antaño, prometió a su esposa la osada empresa.
Una tarde partió hacia la orfebrería, pero cuando ya caía el Sol algo maravilloso se le apareció detrás de un matorral a escasos cien metros del camposanto.
Era un gnomo con perilla que más o menos así le dijo: "Ablof, tu empresa es una locura. El orfebre jamás cederá, pues yo se de buena tinta que la reina es su amada tía y por añadidura te diré que tiene la extraña manía de temer a la muerte. Estoy aquí para ofrecerte un deseo, siempre te ha sonreído la vida y no es justo que ahora un hecho tan injusto zarandeé tu existencia de este modo. Soy un gnomo y funciono con el corazón de los peregrinos, y el latir del tuyo me ha despertado de mis ensoñaciones, así que estás de suerte. Venga chico...acepta el obsequio"
Por un lado resultaba tentadora la oferta del gnomo y su raciocionio era brillante, sólo la turbia perilla le daba malaespina...
Al fin aceptó, ambos se escupieron para iniciar el acuerdo (así se hacía en aquellas tierras), el habilidoso gnomo acertó en el ojo de Ablof que asqueado por la puntería de su socio, firmó a tientas un pergamino para materializar el trato.
" Recuerda gnomo, la corona ha de estar esmaltada con rubíes y esmeraldas, muchas más esmeraldas que rubíes. Para ser exactos ni más ni menos que cincuenta rubíes. "
El prodigioso ser asintió y esgrimió una maliciosa sonrisa, acto seguido desapareció.
Cuando Ablof llegó a casa se sorprendió, sonaban marchas fúnebres. Entre el gentío ,que tan en el olvido había tenido a Ablof todos aqueños años, se alzaba un ostentoso y oscuro catafalco.
Ablof corrió como un demonio entre la gente de luto y se encontró en lo alto del altar funerario con la yerta imágen de su recién difunta esposa. Bajo su cabeza y apoyada contra el ataúd reposaba una... ¡grandiosa CORONA funeraria de cárdenas rosas!.
Como un loco Ablof las contó varias veces indicándolas con su trémulo dedo y como un perro callejero lanzó un aullido de rabia al cielo:
" Para colmo sólo hay cuarenta y nueve rosas dichoso enviado del demonio " y entonces vio como las incoloras lágrimas que le caían se fundían en alguna parte con un tinte, pues llegaban al suelo más rojas que la misma sangre y al tocarse el pecho pudo notar una rosa que le atravesaba el corazón y se derrumbó sin vida sobre su esposa.
2 comentarios:
Cada artículo, palabra, frase y sobretodo sentencia, tiene un efecto demoledor o arrollador, y para cumplir mí penitencia, dejo que resuenen, igual que una dolorosa e interminable flagelación, en el seno de mi corazón.
Mas sé que fui yo quién lo provocó, quién le creó. Y al acogerme al silencio, cae sobre mí el castigo de una ducha helada en invierno, de un falso oasis de desierto, y escuchadme pues os digo que esto es bien cierto; mejor se está en el infierno.
Por eso me escondo cobarde cual rata, o más barata cucaracha, por las esquinas sucias y mugrientas de las calles más oscuras y pudientas. Aún sabiendo que este pesar me mata, rehúyo su mirada crítica de afilada lengua sabiendo que, su única ambición, es ofrecerme un apoyo para salir de la marginación.
Él me habla como a un amigo, o a un hermano, y yo; callo. ¡Éste es mi sino!
Me gustaría decirle, aquí estoy yo Hermano.
Pero soy un voyeur. Y como tal espero ansioso otro discurso, y es que me asomo cada día para verle y que me dé, un pequeño impulso. Nunca creí que podría despertar a tal bestia, y entonces, una vez he visto su tamaño, vuelvo como antaño, a la cueva en la que maté al rebaño mientras mi soledad espera, como un condenado, un poco de piedad.
Debo dar gracias pero no sé. Adular siempre me ha costado ¿Y el porqué? Desconfianza, no me fío ni en tiempos de bonanza del que guapo y listo me dice que soy. Y pienso lo mismo, que no me creería si se lo dijera, aunque de verdad fuera.
Gracias, gracias y gracias. Más no sé.
Desde la picota con cariño al pueblo unitario:
Mi poeta del ajedrez,
mira cúanto quieras,
las galerías lastimeras de este pobre ser. De veras escribo por materializar, el desvarío en el que vivo, pero si algo puedo pedir querido primo, pido tus ojos para la eternidad en mi cogote, y como cojos tras una deidad, borrachos ir subiendo el monte.
Adulaciones sientan bien, pero mejor pido a los astros salsa de la vida, las cosas van como van, quizás hagan falta aún fracasos, para engendrar más maravillas
Escribir para degustar la vida, saborearla, sazonarla por encima de todo y todos, crear el propio camino, la íntima receta: sea ese mi destino, mi mayor meta
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