domingo, 5 de septiembre de 2010

Provocación sacrílega

Faltaba aún media hora para las doce campanadas de aquel jueves cuando yo avanzaba veloz esquivando a la caterva de guiris de las ramblas. Para mi fortuna espacial giré rápido a la derecha y me interné por los salvajes recovecos.
Llegué a la hora. El bar estaba aún a medio aforo.
Había gente variopinta y a pesar de no estar repleto reinaba una barahúnda narcótica.
A esas alturas quedaban pocas mesas libres, pero eso no era obstáculo para que mi cita tuviera lugar.
Digo que no peligraba porque mi amigo P. debía de llevar allí como de costumbre desde las ocho de la tarde.
No me equivocaba, lo encontré sentado en la última mesa.
Debajo de las escaleras que daban a un primer piso que servía como almacén a los dueños del local, erguida sobre sus cuatro patas y envuelta en un juego de luces y tinieblas, ofrecía su apoyo la recóndita mesa de mármol a un absorto P. que ora escribía algo ora exhalaba volátiles bocanadas de humo cortesía de una pipa rancia que colgaba de su boca como prolongación de la lengua.
A penas reparó en mi presencia se levantó en seguida con un sonoro estruendo de su poltrona y a pesar de ser ya una costumbre el citarnos los jueves, me nimbó con el abrazo más sincero.
Tomé asiento y ordenamos la bebida por excelencia de la taverna: dos copas de ajenjo.
- Bueno, querido P. ¿Cómo va esa caligrafía?, pregunté una vez me hube deshecho del abrigo.
- ¡Ay mi amado X.! Tú siempre tan irónico...De sobras sabes que hace dos semanas que me empeñé en experimentar con la escritura automática y también eres conocedor de mi firmeza para contentar las obsesiones. ¡Combinación letal!. Bueno...y ¿Qué tal tú? ¿Como va la semana Padre?
P. me apuñalaba con su ingenio para nombrarme con apodos, este último era sin duda una alusión a una conversación que tuvimos la semana anterior sobre asuntos religiosos de los que no me declaro agnóstico por definición.
A pesar de su perversidad verbal, yo era digno adversario, si no de qué iba a tenerme ese tarado tanto aprecio a no ser por nuestros amenos coloquios que a menudo partían al infinito.
- La verdad pequeño e insignificante P. , esta semana ha sido funesta. Como habrás podido leer en la prensa, tan ocupado estoy con el mundo entero que irremediablemente se me han escapado ,en esta tierra de verbenas, varios asuntos de las manos: la huelga de ferroviarios saldada con dos muertos, el incendio en aquel mísero barrio, aquella jovencita desaparecida...
Yo decía todo aquello siguiendo con la broma del diálogo creyente-Dios, pero se podía notar en mi tono un atisbo de sincera lástima. Como nuestra amistad cumplía ya tantos años lo habíamos notado los dos, del mismo modo que eramos concientes de que mi amigo P. seguro que había pasado esas crónicas de largo. De hecho solía ridiculizar a los lectores de periódicos, costumbre que debía a su venerado F. Nietzsche, astro de su iconografía particular.
Llegaron los absentas y después de tragarse el suyo sin ritual ni pantomima, P. contestó:
- Ya sabes, Padre, que tales menudeces no son de mi incumbencia. ¿Cuántos infieles y desgraciados se pierden cada día a cada hora? Ingentes cifras que hielan la sangre a uno. En esta inmensidad es difícil para mí ceder a la conmoción por un mal ajeno. Yo me entrego a mis delirios, y al ajenjo, como bien sabes tú (el que todo lo conoce) reino aquí más que en ningún sitio, siendo esta hora y este sitio mi íntima esencia.
¿Qué me interesa a mí que una joven haya desaparecido? La mitad de las que encuentran, fiambre o no, se lo buscaron por su cuenta. Y no seais malpensado Padre. No digo que se lo merecieran, todo lo que digo es que si apenas eres menor de edad y te vas con el primero crápula que pasa...No alces luego los brazos al cielo...Encima tres semanas buscando a fulanita en el río X. , todo a cuenta del contribuyente.
Y dicho esto armado con una sonrisa infantil me entregó sus folios garabateados para que los estudiara minuciosamente como solía añadiendo un leve "¿Qué te parece?".
Desde luego la mente de aquel hombre era una de las mil maravillas, su mollera era una especie de habitáculo de fantasmas y espectros que no dejaban de danzar manoseando a la realidad circundante. Pero aquel día no quise hablar de las ideas atropelladas de P. y como el tema anterior parecía tener sustancia continué (después de pedir dos copas más, una para cada uno).
- Tienes razón, pero ¿Qué quieres hacer? ¿Dejar a la niña que se pudra en un bosque malherida quizás?. Porque también es probable que no haya muerto. Son temas escamosos. No se pueden tomar tan a la ligera.
La respuesta fue un reflejo
- ¡Para ligeras esa zorrita!
El tema parecía estar zanjado, así que la velada continuó por tortuosos caminos sobre poetas y novelistas ya caldo de gusanos.
Pasaron algunas horas y ya se notaban los efectos del alcohol. Habíamos ocupado los últimos veinte minutos observando a la muchedumbre que ahora abarrotaba hasta el postrer taburete y conjeturando historias inverosímiles dando rienda suelta a la imaginación, mucho más potente y desarrollada en mi interlocutor que envuelto en el manto de tienieblas, su solemne porte se hacía más notorio, brillaba como un halo en medio de aquel cubículo repleto de espejos polvorientos, viejos retratos y demás ademanes bohemios.
De pronto, a media conversación P. se levantó me dio un sonoro beso en la mejilla restregándome toda su abundante barba y se perdió entre la gente.
Acostumbrado a ese ingenioso sablazo, sonreí para mis adentros, dejé la chatarra encima de la mesa y le seguí con la mirada por las diminutas brechas que se formaban en la aglomeración humana.
Vi con claridad como susurraba algo al oído de una joven muy atractiva de rostro y maneras agitanados. Debió de susurrarle uno de sus versos favoritos y esta vez se llevó el premio, pues la muchacha fuera de sí, se despidió de sus dos amigas que parecían tan excitadas como ella y se colgó del brazo del curda, perdiéndose por la puerta.
Estuve tres días en las afueras de la ciudad, donde acudí con mi enamorada a unas fiestas con unos conocidos.
Al llegar de nuevo a la ciudad condal, me hice con un peridódico en cuanto me fue posible.
¿Cómo expresar el hielo que paró mi corazón cuando vi que en la portada del noticiero me sonreía con igual magnetismo que la noche anterior la muchacha agitanada y debajo de tan entrañable recuerdo, rezaba una sentencia " DESAPARECIDA" ?.
Todavía lo recuerdo como una gran tragedia, como la más oscura de mis semanas sobre la faz de la tierra.
Ése mismo Martes se presentó la polícia en mi casa, no me detendré en explicar la reacción de mi anciano padre con el que convivo, ni mi propio estupor.
El caso es que me sinceré tanto como me fue posible, les conté que conocía a P. desde hacía unos cinco años como consecuencia de mi constante peregrinaje por la vida nocturna cuando era libre de exámenes en épocas universitarias y que aquella amistad había perdurado con citas semanales. No sabía mucho de su vida privada, pero la genialidad de aquel mago podría detallarla hasta en mi funeral. Así que acongojado por la presencia de la ley en mi hasta entonces inviolable morada, les conté desde lo que hicimos la noche del siniestro hasta la última influencia parnasiana en la figura de P.
Por las miradas que intercambiaban aquellos agentes, puedo asegurar con certeza que o bien creíanme mastuerzo u hombre de charlatanería torpe, así que se despidieron con una especie de amenaza o al menos declaración de desconfianza en forma de triple disyuntiva: " Si sabe algo, o se le ocurre algo que no haya contado o el propio sujeto se pone en contacto con usted no dude en llamarnos, seguiremos en contacto"
La última sentencia es aún motivo de mis recurrentes pesadillas.
Pasados tres días, se confirmó mi inocencia, aunque no pude dejar de llorar cuando me llegó la noticia de que habían encontrado el cadáver de P. junto al que suponían de la joven gitana. Digo "suponían" porque a diferencia del cuerpo exánime de P. que lucía un boquete de entrada y otro de salida, única marca de su última libertad de voluntad, el de la muchacha se suponía, ya que presentaba un estado de putrefacción inexplicable, apenas había pasado una semana y sólo quedaba de aquella desgraciada una amarillenta osamenta. Ni un rastro de pellejo, ni carne, ni músculo ni pelo...nada de nada...
La versión oficial fue que el mórbido homicida la había bañado en una especie de ácido que solo atacaba a la piel, músculos, tendones y pelos como continuación de la piel. La investigación ya cerrada, dejaba una puerta abierta a un rito demoníaco y contó además de la policía con la colaboración de psicólogos y químicos para esclarecer el crímen. Yo no podía dejar de pensar con aturdida resignación en las palabras de P. , que todos ellos invirtieron horas y horas "a cuenta del contribuyente".
P. siempre quedara en mi recuerdo como el enigma de la vida, no como un ser humano, si no como el gran misterio trascendental, como un semidios que condenado por su condenada megalomanía vino a la tierra a desafiar al Olimpo con sus tenebrosas cualidades. A este sentimiento ayudó la perturbadora carta que recibí, tres años después del fallecimiento de mi buen amigo de mano de un mensajero desconocido que dijo cumplir órdenes de un muerto:


" Querido X.
Recuerdo ahora en este instante, aquella última velada, donde conocí a la amante, que ahora te deja la sangre helada. Contigo me confieso, ahora que habrán pasado los años, antes de quedarme por siempre tieso, evitándote así los daños.
La joven gitana enloqueció por mi elixir, caminamos juntos por las calles empedradas, y ella se sentía por primera vez existir, en un cuento fabuloso de hadas. A pesar de su mirada maliciosa que ahora recuerdo, no noté nada extraño ni funesto, acallando a la bebida como hombre cuerdo, me dirigí a mi humilde piso presto.
Ya en el viejo ascensor nos colmábamos de ósculos lascivos, y perdía toda mi fría consciencia, nos sentíamos oscuros y vivos, desnudo ante una nueva experiencia.
Así de entretenidos entramos en la habitación, y fui directo al servicio, le pedí que se pusiera cómoda sin más dilación, que pronto vendría a seguir con su suplicio. ¿Por qué no sincerarme contigo íntimo amigo si en mi pecho esperanza ya no abrigo? Así se acaba mi vida de mendigo, que un tiro me pegaré te digo. Pero antes te concedo saber que ocurrió porque de buen seguro habrán reinado sarta de mentiras, de ésas que por más que miras, no acaban de ser sentidas.
Le dije en efecto a Lucero, ese era su nombre, el verdadero, aunque suene a hombre, que se quitara todo lo que llevaba, y envuelta en aquel éxtasis pecaminoso, mientras yo servía dos copas de champán espumoso, la jovenzuela se quitó todo con tal ímpetu, que ve tú, carnal amigo que hasta la piel se arrancó y al llegar al dormitorio, encontreme una calavera que pedíame con obscenos gestos que la poseyera. ¿Cómo tuve que explicarle que el poseído, no era otro si no el que con ella se había ido? Como no daba crédito a mis ojos cedí a la locura y preso de mi orgullo, le di el beso que más dura. Ahora me vuelo los sesos y no quiero moratina, que esos sabuesos nunca sabrán la verdad, solo la mentira más cochina, es lo único que me consuela, saber que estaba en lo cierto, loa a mi insigne escuela, que ésta que me tendió la trampa también fue víctima de su descaro, que yo la seguí por la rampa, que lleva al mundo de los muertos sin reparo, riéndome de todos y de todo, de la humanidad en su lodo, y de los Dioses con los que pasaré para ti a la eternidad codo con codo. Así que única fuente de mi recuerdo, que no se extinga mi llama, así que ahora para siempre me pierdo, reposa aquí el que te ama. Réquiem"

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