¡Sí! Yo merodeo por este alto cementerio, donde yacen los muertos.
¡Sociedad! ¡Te invoco! ¡No te escondas! ¿Dónde estás nido de ciegos? Con gesto de asco y repulsa me giras la cara, pero me observas por el rabillo del ojo, yo lo sé, me observas a hurtadillas...¿Por qué?
Porque aquí reina la vida, sí en el camposanto. ¡Que contradradictorio!. Nada más lejos de la verdad, aquí rezuma la vida en su forma más que en cualquier hospital donde los recién nacidos saludan a la vida con quejidos y lloriqueos, con verdaderas y sonoras broncas. Donde se amontonan los que seguramente no sabrán más de su vida hasta la comunión o algunos incluso hasta el entierro. ¡Sí! Allá abajo son soberanos los berridos, aquí todos hacen lo que desean: descansar, son lo que son: polvo.
Por eso cuando un séquito de almas desgarradas amanecen por estos parajes de forma puntual para despedir a un ser querido, este santo lugar se profana con reprimidos llantos de desfigurados seres que no saben ser, que no viven, que en vez de llenar los pulmones hasta rebentarlos para clamar al cielo o bailar en lunática danza de liberación, se esconden detrás de un pútrido velo para ocultar el rastro más humano que les queda, el que no han podido suprimir con sus convenciones y atrocidades absurdas: la lágrima.
¿Mañana será otro día?
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