miércoles, 22 de diciembre de 2010

¡Por la decencia!

Ojalá hubiera consagrado los años que me preceden a formarme como libre cantautor, entonces este cuentecillo que se avecina resultaría una irónica e ingeniosa cancioncilla de un picarón Brassens, pero como ese don se encuentra, por ahora, virgen en mí, me ceñiré a la narración fidedigna de lo que ocurrió aquella mañana en un tren de ruta litoral...
Era una mañana corriente, el sol besaba lisonjero a la mar de forma impúdica y la mayoría de pasajeros dormitaba bajo el trajín del tren. Estaban a dos horas de la ciudad y las prematuras horas eran leales al silencio.
Así avanzaba el valiente tren arrastrando a un atajo de seres humanos que añadirían su actividad a la gran colmena de la metropoli.
A escasa hora y media de la llegada prevista nada parecía vaticinar el inusual e inexplicable suceso que me dispongo a relatar.
El vagón se renovaba con algunas pérdidas y algunas llegadas, siempre con balance positivo aumentando el hacinamiento humano. Los empresarios encadenados a maletines, jóvenes con caparazón de libros y demás especímenes buscaban con avidez algún sitio libre mientras las puertas pitaban con el afán de cerrarse con prontitud y llegar a la hora con exactitud, la gran meta en la vida de todo tren de cercanías.
Al llegar a la parada de P.M las gentes ya empezaban a superar la capacidad de la estancia, esto era en parte culpa de los dos trenes anteriores que debido a algún problema técnico habían provocado un retraso derivando en el amontonamiento de viajeros descontentos.
Como decía, llegados a P.M se subió un viejete que a penas levantaba ya un metro del suelo, siendo la culpable una rebelde espina dorsal que con el tiempo había llegado a formar un arco de unos noventa grados. Subió las escaleras con un esfuerzo que equiparado a un joven sería levantar un camión.
La gente conmovida por esa debilidad se apresuró a abrirle paso, y pronto dos muchachos se pusieron en pie a la vez, como cuando dos personas descordinadas hablan al mismo tiempo, con sus mejores intenciones.
El viejete se tambaleó hasta el lugar mirando el suelo a cada paso y los jóvenes se miraron, en un principio, con una mezcla de curiosidad y camaradería.
-Siéntese aquí por favor- se apresuró el joven A
-Él está más cargado, ocupe mi lugar señor- intervino el joven B
El viejo alzó la cabeza de tortugón y la paseó de uno a otro. Pese a su larga edad y experiencia, dudaba
-Insisto, él está más cargado- quiso finalizar el joven B
-Pero yo me levanté primero- disparó su joven opositor
Ganó A y el venerable pasajero ocupó su lugar agradeciendo a los dos su predisposición ejemplar, el joven A le dedicó una amable sonrisa mientras se apartaba en busca de un espacio donde pararse, pero un instante después los dos jóvenes se lanzaron una candente mirada, que sólo parecí advertir yo desde mi discreta posición. Algo en aquel cruce de miradas me erizó hasta el último pelo de la nuca, pero me dije que debía de ser la emoción ante la buena conducta de los estudiantes que había reblandecido mi influenciable corazón.
Llegamos a la siguiente parada con algunos trompicones suficientemente intensos para fomentar el roce entre pasajeros, pero sin llegar a dejar a nadie por los suelos.
Entre la riada que entró por las puertas, dos ancianas recibieron el mismo trato que el abuelo anterior. Pero ocurrió que una vez estabilizadas éstas en el vagón, solamente el joven B se ofreció a ceder su asiento, mientras el resto de pasajeros fingían dormir, cuando en realidad observaban por el rabillo del ojo. Éste fue el inicio de una nueva trifulca:
- Veterana A: Por favor tome asiento señora, yo no llego a los sesenta y sin haber usado en la vida potingue alguno de esos que se echan ahora las jóvenes como si fuera agua...
- Veterana B: Haga el favor de sentarse usted, que jamás he pisado consulta médica y a usted la veo una pierna vendada

Siguieron algunos argumentos y argucias más, pero finalmente una de las centenarias venció y permaneció en pie, a todo esto nadie agradeció al joven B que se apresuró a disimular su enfado por este detalle escribiendo como podía apoyado en su carpeta y ocupando su nuevo espacio equiparable al de un can callejero en la peor de las perreras.
Mi corazón empezaba a latir con fuerza ante semejante espectáculo, pero nadie pareció dar signos de emoción alguna.
En la siguiente parada se confirmaron mis peores presagios, pariendo de las mismas circunstancias anteriores, esta vez todo se había desarrollado de forma más agitada y la gente se tuvo que apartar cuando dos vejestorios, blandiendo bastones por encima de las cabezas empezaron a intercambiar golpes certeros al tiempo que varios jóvenes se agarraban de la ropa con violencia para cumplir como ciudadanos.
Yo estaba alarmado, nadie movía un dedo, solamente algunos pasajeros viéndose involucrados se apartaban empujando a otros y los más listos de ellos saltaron mientras las puertan gritaban su cierre.
Me apresuré a estirarme hacia la alarma, pues era un vagón de locos y yo me sentía malignamente cuerdo, pero desde mi alejada posición no logré más que alargar el brazo derecho entre varios culos y barrigas de espectadores y cuando ya tenía el botón de alarma entre los dedos, cuando ya lo podía acariciar, un matusalénico y nudoso garrote que no sabía de donde venía, me destrozó las falanges, aullé de dolor y retiré la mano presuroso. A partir de entonces me dediqué a salvar el pellejo y a apretar con toda la fuerza que me fue posible mi malherida extremidad usando las rodillas como prensas. De fondo creía entender atropellarse interjecciones varias: ¡Por la decencia!... ¡Somos gente de bien!... ¡Arriba el pudor!...¡Todo por el prójimo necesitado!...
El bullicio continuaba en aquel habitáculo presala del infierno moral y cuando me di cuenta, sólo quedábamos allí dos ejércitos y yo. Los de más corta edad se golpeaban con carpetas, llaves inglesas...con fiereza "dándolo todo", como dicen ,mientras la legión de ancianos se subministraban con violencia todo tipo de pastillas a cambio de golpes bajos con los bastones y mordiscos de costosas dentaduras conseguidas através de largas hipotecas.
Los pasajeros de mediana edad habían "fotut el camp", no quedaba ni un alma cuarentona, todos habían ido abandonando el tren con razón, mientras yo me esforzaba en bloquear el dolor de la mano. Finalmente decidí hacer caso omiso de todo ese caos de locos, de aquella arena de coliseo bajo la tirana vigilancia desde el palco de la Decencia, de la Moral, de las hermanas Buenas Maneras... y ,como un loco más, fingí no ver aquellos dos ejércitos de mercenarios mientras desenfundaba mi gastado acordeón.
Llegamos a la metropoli sin retraso, se abrieron las puertas de aquel coloso panteón y sólo mi figura triunfante con el poderoso instrumento a la espalda y una bolsa llena de monedas en la mano amenazó con su pisada al trémulo andén , mientras una fina lámina de sangre se escurría por debajo de las suelas de mis zapatos.

No hay comentarios: