domingo, 17 de julio de 2011

El regalo de la Mariposa

Ocurrió después de siete años de matrimonio. A. hacía balance y pensaba para sus adentros "algo malo habré hecho... quizás no la merezco... ¡Ay,mi pobre Mariposa!".
Un observador imparcial habría dicho quizás que la amorosa compañera de A. se cansó de hacerle trastadas y barrabasadas, porque siempre acababan con un piadoso perdón.
Fue en ese séptimo año, cuando la condesa se encerró en su gran habitación.
Parado delante de las inmensas puertas de madera, A. se sentía un niño al que le habían cerrado parte del mundo, le venían imágenes de las puertas cerrándose con lentitud perdiéndose para siempre aquella cámara tan blanca, refulgente por los ornamentos de ópalo con sus gigantes vidrieras, mirador de los jardínes más exóticos y exquisitos.
Allí se habia encerrado "la pobre Mariposa".
Por más que lo intentaba A. no podía dejar de sentirse culpable como una rata sucia. Entonces empezó a recorrer las largas galerías del palacio de marfil donde residía. Bajaba largísimas escaleras y las volvía a subir, devanándose los sesos. Al fin ocurrió y el hombre alumbró a una idea madura:
" ¡Eureka! Si la última vez que me entrometí en sus asuntos, lo que está claro que fue una falta de respeto por mi parte, mandé construir aquel hermoso lago al pie de su habitación...¿Cómo no ha de perdonar mi nueva falta si le traigo el zoo más completo sobre la faz de la Tierra"
Y el infeliz iba repitiéndose los animales más raros e infrecuentes, para no olvidarse nada, mientras bajaba por una de las miles escaleras laberínticas.
Casi se topó con la puerta inmensa que daba a la entrada del palacio por culpa de su lista mental. Volvió a la realidad y quedó asombrado al comprobar que la puertas no cedían, estaban cerradas como por arte de magia.
Gritó como un desalmado a los eunucos que la custodiaban al otro lado, pero o se habían equivocado de miembros al amputarles en su tierna edad o bien estaban dándole al opio en algún oscuro lugar lejos de su puesto de trabajo. Los maldijo en silencio y desanduvo el camino, así probó el segundo.
Las siguientes experiencias que vivió A. fueron réplicas, si no exactas, pues nada se repite con total exactitud en la existencia, parecidísimas.
Entonces recostado contra la puerta del centésimo laberinto, empezó a sudar como un gorrino y a mezclar esas secreciones con el elixir provinente de las glándulas lagrimales, desanduvo el camino que algunas horas antes hiciera a la carrera y cuando al fin, después de un eón, llegó a la habitación principal, como un autómata programado por el destino se inclinó ante las inmensas puertas que cerró aquella Mariposa y obligó a un ojo a adentrarse en el mundo que ofrecía la mirilla, mientras el otro se oprimía con fuerza.
Ante la majestuosidad de lo que vio allá dentro, tuvo un segundo de lucidez antes de caer en las tinieblas de la demencia. Al otro lado de la puerta reíase de su necedad de marido pazguato un palacio el doble o el triple de grande que el original en cuyo gran salón, una baraúnda de esclavos, animales de todas las razas existentes y otros desconocidos por el hombre, se entregaban a un banquete orgiástico bajo el mandato de la reina soberana (la Mariposa).
Al fin A. pudo comprender que era él el que había quedado encerrado para la eternidad y sólo entonces pudo recordar, como si destapara de pronto humeantes vapores de recuerdos, que en las últimos años, la Mariposa se había encargado de "remodelar" el palacio. Sólo entonces le vinieron a la cabeza todas aquellas horas de interminables obras, tapiando las mil y una entradas de los pasadizos originales, construyendo nuevas cámaras, laberintos de entradas, anexas a la habitación de su mujer.
En un último gesto heroico, A. se dijo:
" Dicen que el amor es como el fuego; suelen ver antes el humo los que están fuera, que las llamas los que están dentro. Así que por mis gloriosos antepasados insultados por esta pecadora, juró que llorará mi muerte"
Acto seguido empapó la habitación con un líquido inflamable y se prendió fuego.
Serían las cuatro de la madrugada cuando por la ranura de la llave de las grandes puertas se empezó a dibujar un fino hilo de humo pestilente.
Dicen que algunas bacantes lo aspiraron y les produjo una gran hilaridad

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