Eran sólo las ocho de la mañana y aunque me movía aún con una especie de agarrotamiento, el día se presentaba cargado de energía y repleto de posibilidades.
Mecánicamente había subido las escaleras de caracol del antiguo edificio cuando vi la sombra. Más que "ver" debería decir "intuir", mi sistema de reconocimiento más primario intuyó un objeto de una envergadura similar a la de un cuerpo humano, de manera que mientras en mi fuero interno se debatía sobre muchas ideas descabelladas acerca del acto mecánico, una vez más el contexto me llevo de la mano como a un preescolar y así, como un estúpido o gentil humano, permanecí parado sosteniendo con gran esfuerzo la pesada puerta.
La sombra pasó.
Pasó sin más.
El quebradero acerca la educación, la naturaleza, el ser salvaje, los modales, el ser un estúpido, poseer una arrogante superioridad que permite hacer pequeños derroches a favor de los pusilánimes...toda esta palabrería, súbitamente desapareció y se mantuvo acumulado en una nube cargada de ira.
Lo único que recuerdo antes del blancazo es su cara de insolencia: llevaba la cabeza rapada y una sonrisa patética era propietaria de todo el rostro.
Corríamos: yo detrás, el delante. Creo que justo antes hubo un eterno segundo de máxima quietud, todo el universo se había precipitado en la situación, fue entonces cuando las piernas tomaron la decisión: alguien tenía que hacerlo.
Cuántas terrazas o terrados preciosos tiene Barcelona, no me lo puedo ni imaginar, aquel día me hice a la idea que es insondable el número. El Sol justo empezaba con su labor cuando el sudor ya nos estaba ahogando.
La camisa parecía un neopreno, creo que él incluso se cambió de ropa durante la persecución (dejando como daño colateral un pequeño disgusto a algún ingenuo vecino), así seguimos durante horas, sorteando toda clase de obstáculos, saltando de un edificio al otro.
Llevábamos horas, pero aún no me había vuelto la cara desde que comenzáramos. Ese tipo, desde luego, era el rey de la desfachatez. Pero como se movía...daba gusto perseguir a alguien así.
De todas maneras, no se vayan a creer, todas estas reflexiones son posteriores, artificiales, creadas a posteriori y acopladas por mi prisma cerebral en la película de mis recuerdos.
El jadeo me iba a convertir en un nuevo enfermo de asma, la esencia de suavizante que había conseguido penetrar por todos mis poros, empezaba a hacerme perder la sensación de gravedad o de dolor (pues más de un golpe me había dado, alguna que otra caída, sin más consecuencia que el dolor, porque aunque la primera vez levanté el rostro asustado, pensando que había alargado al distancia, pronto comprendí que siempre sería así: él me esperaba, de espaldas, reponiéndose en silencio)
Las últimas horas solares se habían mudado de hemisferio y durante ése corto preámbulo de la noche veíamos (o intuíamos porque pasábamos a toda ostia) alguna vecina encender unas velas en una terracita y preparar lo que seguro sería una velada encantadora y educada, algunos gatos jugando ,respetuosos con sus reglas, a los amores felinos o entonando azuladas melodías que no herían la sensibilidad de nada ni de nadie.
La luna más turca y curiosa espectadora se dejó ver.
Lo tenía acorralado. Él miraba el abismo , mientras yo observaba su espalda, perpetua materialización de mi pesadilla, chispa de toda mi enajenación. Pasamos algún rato en silencio. Creo recordar que mi mente estaba vacía , acababa de hacer una maratón de obstáculos y las drogas naturales de la supervivencia estaban abriendo sus capullos y floreciendo en cada milímetro de mi cuerpo. Le leve brisa también participaba en montar el decorado. La luz de la luna era sobrecogedora, ojalá pudiera pintar o decidiera hacerlo no con palabras: ¡Que gran cuadro!
La ciudad se mantenía discreta como siempre, desabrida, desdeñosa, tibia, apática respecto a nosotras ,colosales hormigas de la existencia, legendarias figuras de una situación cíclica en los eones, criaturas mitológicas de la urbe bajo el poético manto lunar.
Mi boca se abrió. Fue como si el labio inferior se hubiera descolocado, o mejor dicho desatado de su sujección y entonces todo terminó: Él saltó.
Me abalancé sobre el último lugar sólido donde el pusiera los pies y fue sólo entonces que pude volver a ver esa máscara faraónica e ingrata, esos ojos retadores y pendencieros, esa sonrisa envenenada sin necesidad de apretar los labios, eternamente poderosa, recia, inexpugnable e infalible en su determinación de no dejar escapar un miserable: "Gracias".
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